Como te lo cuento:: August 2006

Monday, August 28, 2006

NO

No, no la toqué en el hombro para obligarla a girarse. No miré mi reflejo en el fondo de aquellos ojos color tierra mojada y descubrí el miedo agazapado entre la sorpresa y la ingenuidad. No le rocé los tres dedos diminutos, inmensamente blancos, que asomaban bajo la manga de su chaqueta azul. No reparé en lo desamparada que se sintió en medio de aquella multitud agolpada dentro del vagón. No reparé en el vagón. No me pregunté porque no pasaba el tiempo ni supe que ella se hacía la misma pregunta, en el mismo instante congelado. Tampoco la hice descender al andén, ni la empujé escaleras arriba con pasitos muy cortos, de forma que la punta de mis pies y su tacón se vieran obligados a rozarse durante el trayecto. No le olí la nuca, ni el pelo, ni deseé tenerla allí mismo, ni olvidé a los hombres que la habían tenido. Eso nunca lo olvido. La luz de su último día no le pareció distinta, ni se fijó en el nombre de la calle que recorría deseando que no terminara nunca. No me pareció irónico encontrarla justo cuando ya había dejado de buscarla. No había dejado de buscarla. Ni siquiera la miré por última vez. No le aparté el pelo de la cara, ni intenté que riera como reía antes. No hubo un antes. No la maté aunque la quería. No la maté precisamente porque la quería. No la maté. No supo que iba a morir mucho antes del momento en el que no la toqué en el hombro para obligarla a girarse. No lo saben muchas mujeres como ella, ni aquellos que las rodean. Por favor, no digan que ni ustedes sabían lo que no iba a pasar.

Friday, August 18, 2006

Malentendidos

Los verdaderos malentendidos son como la nuez moscada: Frecuentes pero inesperados, difíciles de identificar aún cuando se están masticando y dispuestos a dejar un sabor amargo en el paladar que no se quita con nada.

Thursday, August 17, 2006

Mentiras

Un tipo me contó el otro día que su mujer era un extraterrestre. Lo dijo usando el tono lacónico del que no admite réplica. Luego alzó las cejas y me observó sopesando si nuestra relación era lo suficientemente cercana como para que yo osara contradecirle. “Tío, lo siento mucho”-reaccioné. Suspiró aliviado.
Mi amigo se llama Manolo, sufre ataques de migraña y su mujer se acuesta con otro. Le gustaría que le llamaran Manu y que su esposa dejara de hacerlo. No sucede ninguna de las dos cosas, así que grita por lo segundo fingiendo que le duele lo primero. Cuantas más noches pasa su mujer fuera de casa, más enloquece él cuando la gente olvidaba la abreviatura...y más le duele la cabeza aunque la enfermedad se aloje en el corazón. Hace poco le recomendé que visitara un médico, y lo hizo, pero debió elegir el especialista del órgano equivocado, y éste, al no encontrar nada que explicara aquel dolor matrimonial que le atravesaba el cráneo, decidió derivarlo varías veces para buscar el origen del problema en un lugar alejado del foco. Si es que hay gente a la que le encanta andarse por las ramas. Finalmente dio con un psiquiatra avispado que le cobró una fortuna por un tratamiento recién llegado de Estados Unidos. Mi amigo no es de los que se deja impresionar fácilmente, no crean, pero es que eso de oír mentar a las grandes potencias le pierde. Se entregó en cuerpo y alma al método de la “Atención desviada”, sin percatarse de que ya lo había estado tomando en dosis suprafisiológicas anteriormente, con pobres resultados. Todo consistía en inventar un problema de dimensiones gigantescas en el que concentrar su preocupación y dolencias físicas, a ser posible de características terroríficas y prácticamente insuperables, y relegar el conflicto real a un plano de menor importancia. Es así como mi amigo Manolo (Manu, quiero decir) “descubrió” la naturaleza oculta de su mujer. Ahora no duerme por miedo a ser abducido por seres de otro platena, pero la cabeza ha dejado de dolerle.
Soledad es un nombre de mujer que busca en camas ajenas resquicios de vida propia. Desde que tiene uso de razón se recuerda a sí misma oyendo la palabra "mamá" en los niños del parque, en la visión de su pecho en el espejo, en los labios de Manu. El brillante cirujano que le vació el vientre abandonó la sala sin ser consciente de que dejaba tras de sí un cadáver. Cada vez que sus amigas comentan el milagro de su rápida recuperación su corazón da un latido menos. El fantasma de Sole se acuesta cada noche sabiendo que el grito que emite su cuerpo sin útero no le dejará conciliar el sueño, y hace ya mucho tiempo que dejó de preguntarse quien es el desconocido que yace cada noche a su lado, sin tocarla.
Observa anestesiada sus propias manos, su ombligo, sus piernas, y le inunda la certeza de que no pertenecen al mismo individuo. Al levantarse siente que no tiene que fingir que ha dormido, que nunca más tendrá sentido fingir nada. Dedica el resto del día, el resto de todos los días de su vida, a buscar un descanso en alguien que no oiga el aullido que le quema las entrañas, que la dobla en dos, que le quita el aliento. Todos los atardeceres busca hasta que encuentra una cama en la que cree poder volver a dormir. La noche envuelta en su sábana de motel barato la saca pronto de su error, con la violenta dulzura del que pelea en una batalla ya ganada. “Soledad está sola”, piensa mientras sus amigas comentan el milagro de su rápida recuperación, mientras su marido yace cada noche a su lado, sin tocarla, en esa cama en la que nunca duerme.

Mi nombre no importa, ni el de él. No importa que nunca escriba sobre lo que quiero escribir, ni que me diga a mí misma que ningún día es el día. Que hoy me sienta demasiado feliz. Que ayer estuviera demasiado triste. No importa que los periódicos digan Heathrow cuando deben hablar de El Líbano, ni que EEUU busque en enemigos extraterrestres el remedio contra las migrañas que les causa los propios. Sólo importa las ganas que tenemos a veces de que nos oculten la verdad. Parece mentira.

La Camorra usa a una niña como escudo humano

“En Nápoles, la ciudad dónde nací, la gente sonríe siempre” - escribe en su diario, apretando mucho letra y dedos. Es la clase. Mil lápices adolescentes moviéndose al unísono cada día, pretendiendo en ocho horas tediosas que la batalla no existe. Analissa se concentra en su pie derecho. Si quiere ser bailarina tendrá que aprender a moverse, le habían dicho. Cómo si fuera posible estar parada en la lucha. Cómo si algo ahí fuera te permitiera, alguna vez, permanecer quieta. Se estira en la silla, tacón y punta, toda ella. “Quiero irme de aquí”-anota por fuera, baila por dentro. El timbre anuncia, como cada día, el previsible final de la tregua. Nápoles espera, afilen las armas.


Sortea bailando el enjambre de motoristas y cláxones que adornan el Barrio Artesano. Entre piruetas esquiva andamios y vendedores de droga, sin estar del todo segura de haber distinguido unos de otros. Gira sobre sí misma y sobre el paseo marítimo, sabiendo que los ojos negros de las fachadas son en realidad su público. Su ciudad, su escuela de guerra, la instruyó en el arte de la mentira al nacer. 14 años de heridas le han enseñado a creérselas. Abre el portal mientras los espectadores aplauden. Hace una reverencia, y con un portazo le da la espalda al infierno.


Los sujetos 1, 2 y 3 no se conocen. Las cifras son sus nombres de combate. No saben, y nunca sabrán, que luchan en el mismo bando. Se despiertan, y su pensamiento es uno solo. Después abren los ojos, miran a su cónyuge y al mundo. Y empieza la farsa. Sonríen, para que el enemigo no note que además de la falta de órgano, duele el alma. Suena el teléfono, y en un gesto ensayado mil veces, cuentan hasta tres antes de levantar el aparato. Saben como carraspear para disimular la decepción, porque hoy no es, hoy tampoco. La derrota está un poco más cerca.

Atrincherada en su cuarto, resiste. Alza su bandera blanca, y en sus páginas escribe sobre otras muertes, nunca la suya, porque incluso entre bombas uno sigue creyéndose invencible. No nota las lágrimas hasta que no mojan el papel, y recuerda haber leído en algún sitio que hay soldados que siguen luchando antes de percatarse de las balas que les atraviesan el cuerpo. Sacude los pies, para seguir bailando.

Atardece en Nápoles. La mente, en vez del mar, se tiñe con la sangre derramada. Día pasado, día ganado. Los héroes retornan creyéndose dioses, mientras la niña desciende a la calle y a la gente. El tiempo se detiene a esa hora del día en el que el mundo entero merecería, más que nunca, estar en paz. ¿Qué tiene que hacer una ciudad para dejar de cumplir penitencia?. ¿Cuál fue su pecado?. El gesto de su interlocutor se endurece. Entonces, ella y él, cuatro ojos como uno sólo, se dirigen al mismo punto. ¿Cómo identificar la muerte?. ¿Cómo reconocer algo nunca antes visto?. Analissa piensa, o quizá cree pensar, que esos dos motoristas nacidos del humo se mueven con la belleza de una bailarina virgen. El sol le obliga a entornar los ojos, o quizá cree entornarlos, y entonces sus brazos, los de él, la rodean para empezar el baile. La niña sonríe, como hacen todos en la ciudad en la que nació y comienza la danza sin percatarse de las balas que le atraviesan el cuerpo.

A los sujetos 1, 2 y 3 les cuesta identificar la paz tras un combate que creyeron eterno. No reconocen la victoria en una batalla que dieron por pérdida hace ya tiempo, ni el órgano ajeno como víscera propia. Con el alto al fuego recuperan sus nombres, volviendo así paradójicamente, al verdadero anonimato. El héroe, sabiéndose un dios, abre los ojos...y mira a su cónyuge y al mundo. Es consciente, por vez primera, de pertenecer a un ejército invisible en lucha, cada día, en cada ciudad, en todas las ciudades. De ser parte de un animal herido al principio de los tiempos, que no deja jamás de defenderse y que se escuda, como puede, contra su enemigo la muerte.

Instrucciones para comerse un plátano

Para llevar a cabo la acción anteriormente citada, basta disponer de un objeto y dos accidentes
corporales; a saber:

1) Fruto alargado y curvilíneo, proveniente del plátano y dueño del mismo nombre. Posee entre 10 y 20 cm de longitud, medidos a lo largo de la parte convexa, desde el punto de inserción del pedúnculo hasta el ápice. Su tonalidad oscila entre el verde limón y el marrón oscuro, perteneciendo el primer tipo al fruto inmaduro y el segundo a aquel atacado por la podredumbre. Ambas características los hacen impropios para el consumo, quedando exentos de participar en la empresa que en este momento nos concierne. El plátano ideal es aquel amarillo canario, desprovisto de magulladuras y restos florales, de consistencia firme y homogénea y carente de pliegues o ataques fúngicos.

2) Oquedad abierta en la cara (parte del cuerpo ésta que el diccionario define como “semblante; representación de algún efecto del ánimo en el rostro”), que constituye la primera porción del tubo digestivo y que consiste en una cavidad irregular delimitada anteriormente por los labios, inferiormente por la lengua y en los laterales por las mejillas. Recibe el nombre de “boca”, y su higiene diaria no es imprescindible aunque sí altamente recomendable, para comerse un plátano.

3) Una o dos manos, siendo éstas las partes del cuerpo humano que comprenden desde la muñeca hasta la extremidad de los dedos.


Advertencia: El proceso se facilita mucho si los objetos contenidos en el apartado 2 y el 3 pertenecen al mismo individuo. Esta condición no es, sin embargo, obligatoria, pudiendo darse infinitas combinaciones de plátanos, manos y bocas con distinto dueño sin que ello imposibilite la acción.

Para simplificar la explicación, procederemos a denominar cada uno de los elementos con el nombre del apartado en el que están contenidos. Iníciese la ingesta agarrando cuidadosamente 1 con los dedos pulgar e índice de la 3 izquierda, al tiempo que se abre la 2 de forma moderada. Procédase, con cuidadosos movimientos, a separar en tiras la envoltura que recubre 1, llamada “piel”, haciendo caso omiso de unos filamentos blanquecinos que, aún provocando sensaciones que calificaríamos como desagradables, son inocuos para el agente efector. Déjese al descubierto la mitad superior de 1, de forma que la piel abierta cuelgue cubriendo la 3 izquierda. Incline tórax hacía delante y abra 2 lo suficiente para introducir la punta de 1, al tiempo que cierra epiglotis y comience a masticar. Le recomendamos prestar especial atención en esta maniobra, pues no carece de cierta peligrosidad. Algunos de los posibles efectos adversos y/o complicaciones observadas son: atragantamiento, neumonía por broncoaspiración, mordedura de lengua, sangrado e incluso la muerte. Por ello recomendamos mantener 1 fuera del alcance de los niños y realizar esta actividad sólo bajo supervisación de un adulto. Una vez superada la primera fase, comience a mover alternativamente la mandíbula superior y la inferior, procurando crear una masa homogénea dentro de la cavidad bucal, que luego habrá de empujar con le lengua hacía detrás mientras realiza contracciones de la musculatura de dicha zona. Espere a tener 2 completamente vacía antes de repetir la operación tantas veces como sea necesario para hacer desaparecer 1. Si la operación se realiza correctamente, al finalizar la misma debe quedar la envoltura flácida entre los dedos de la 3 elegida al principio para sostener el 1. Para concluir, arrójela en los contenedores destinados a residuos orgánicos.

Advertencia 2: La decisión de deglutir por completo o no 1, depende exclusivamente del país del que se provenga. Diversos estudios han señalado la existencia de numerosos restos no digeridos por completo en países Occidentales, frente a la escasez del fruto mencionado en otras partes del mundo. También es interesante destacar que la prevalencia de 2´s y 3´s en estas últimas localizaciones no es, como cabría esperar, más baja que las anteriores, sino que por el contrario las cifras son alarmantemente altas, obteniéndose como resultado un espectacular desequilibrio entre los integrantes que componen la sencilla acción “Comerse un plátano”. Se recomienda, por lo tanto, repartir uniformente los 1 entre los 2 y 3 del mundo antes de comenzar el proceso digestivo. Que aproveche.

Me gusta / No me gusta

-Me gustan las listas “me gusta-no me gusta” , porque inevitablemente me trasladan al momento en el que creí inventar el juego y escuché la respuesta exaltada de mi interlocutora: “Adoro escribir en un cuaderno nuevo apretando fuerte el bolígrafo -dijo sin pensarlo- y después acariciar con la yema de los dedos el relieve de las palabras apenas escritas”.

-Odio las explicaciones superfluas, las palomas, las palabras mal usadas y a los tímidos que se escudan en su timidez para dotarse de inmunidad moral y social. No me gustan los que hablan pero no dicen nada.

-Detesto, y adoro proclamarlo, el trípode “sueño, calor y tontos”, así como su diabólica tendencia a coincidir en el tiempo.

-Me gusta bucear, porque en el líquido amniótico que constituyen las corrientes submarinas tiempo y espacio se dilatan asombrosamente, permitiéndote ser espectador mudo pero meticuloso en tierra extranjera y dejarte caer desde las profundidades al abismo que empieza, precisamente, ahí abajo.

-Odio a los médicos que curan enfermedades y no enfermos. A aquellos doctores que jamás son pacientes. A la medicina basada siempre en la experiencia y nunca en la afectividad.

-Me encantan Millas, Sabina, Baricco y las afirmaciones del tipo “No soporto las esdrújulas”. Me gusta el chocolate pero no los “helados de”. Me incordian las hormigas, los botes con abrefácil y las obras anuales en la esquina de mi casa. Amo y odio Madrid. No me gusta pelar frutos alargados.

-Detesto el caviar, el salmón ahumado, la mahonesa y a aquellos que al oír esta afirmación componen una mueca de disgusto, como si el paladar ajeno padeciera un tipo de enfermedad contagiosa de la que sólo ellos estuvieran a salvo.

-Me apasiona viajar, en todas sus variantes, lo que inevitablemente implica amar la lectura. Me encanta oler los libros nuevos y hasta hace poco, también leer su última palabra. Me gustan “Érase una vez en América”, “Dogville” y el modo en el que invariablemente se detiene el tiempo cuando estás en el cine.

-Odio a la gente que habla despacio y me siento culpable por este sentimiento involuntario de rechazo que califico de absurdo, pero que deja paso a la rabia incontenible si además el sujeto ralentizado abusa de los lugares comunes, no termina jamás las frases y al no encontrar el término justo las da por finalizadas encogiéndose de hombros.

-Espero con desesperante excitación el momento exacto del proceso de revelado fotográfico en el que la imagen deseada surge por primera vez sobre el papel, en el que la nada da paso al concepto, porque de todas las formas de realidad es la de aparición más turbadora, a pesar de lo previsible de su naturaleza.

-No me gusta beber de una botella que ha estado en la nevera y notar en el agua el sabor de los alimentos. Odio ir en el metro escuchando la música que sale de los cascos y de los gustos de otro. Me caen bien los que hablan solos.

-Odio la impotencia, venga de donde venga, porque la siento siempre instalándose dentro de mi como una víscera hueca, que crece y palpita de modo ensordecedor hasta enmudecer el resto de los sentidos.

-Amo Italia, mucho más allá de su café, de sus pórticos, de su Bologna y de su Parma que fueron tan mías...la amo como se ama a un viejo amigo, a un familiar, a un perro. La amo porque la conozco y la reconoceré siempre, allá donde vaya.

-Casi siempre prefiero la belleza de la batalla a la belleza de la victoria. Me encanta la tentación y me sorprende lo fácil que es caer en ella. Detesto a los que se resisten invariablemente a los impulsos del alma para después refugiarse en el carácter voluntario de su represión y justificar así lo miserable de sus vidas.

-Amo la verdad. Odio la mentira. Detesto a aquellos que en su hipocresía sostienen que la “no-verdad” no implica necesariamente una falacia. Me gusta saber que llevo siempre en la cartera, junto a los documentos necesarios para la supervivencia y la identificación, este párrafo de Sade: “Según decís, mi manera de pensar no puede ser aprobada...¿Y eso que me importa?...El que adopta una manera de pensar en función de la de los demás está rematadamente loco. La mía es fruto de mis reflexiones; forma parte de mi existencia, de mi constitución y no soy dueño de cambiarla. Pero aunque lo fuera no lo haría. Esta manera de pensar que vos condenáis es el único consuelo de mi vida; mitiga mis penas en prisión, representa todos mis placeres en el mundo y la aprecio más que a mi propia vida”.

Y si las partes del cuerpo fueran prendas de vestir...

¿Quién no ha querido alguna vez ser una mujer con pene?. ..

Imagínense un mundo, damas y caballeros, en el que ser dama o caballero se eligiera por las mañanas, después de abrir el armario. Uno miraría por la ventana, preguntándose si llueve o hace sol y murmuraría distraído : “Esta ola de calor me viene de perlas para estrenar mis piernas nuevas...lástima que las manos a juego se estén lavando!”.

Las tiendas de objetos corporales rivalizarían entre ellas ofreciendo nalgas de diseño, labios impermeables y escotes reversibles. Híbridos formados por vaginas y penes crearían religiones de misóginos que renegarían de todo contacto social por ser autosuficientes. Sus únicos filtreos con la realidad se reducirían a julio y enero, cuando el período de rebajas les permitiera comprar atributos nuevos una vez que los suyos hubieran perdido el color por el uso.

Transeúntes distraídos encontrarían pies extraviados, impares, que recorrerían las calles heladas buscando desesperadamente su otra mitad. Algunos, con el tiempo, aprenderían a vivir en solitario, convirtiendo en desperdicio humano su abominable existencia amputada. Otros, de mente más abierta, probarían emparejamientos dispares con accidentes corporales de otra naturaleza; así, encontraríamos sociedades de pies y manos agrupadas en torno a ingles desgastadas, fanáticos ombligos sin dueño siendo gobernados por cráneos faltos de cerebro, uñas postizas acoplándose con peludos dedos gordos y narices estrechando entre sí sus agujeros con lascivos movimientos.

La palabra “belleza” quedaría obsoleta, y ya sólo se hablaría de “estilo”. Las modas presentarían ojos azules, miembros angulosos o espaldas con lunares según la estación o tendencia de la temporada. Existirían tintorerías de precios exorbitantes, destinadas exclusivamente a planchar pieles caras con arrugas o quitar esas manchas de nacimiento que no salen en casa por mucho que frotes. Los conductos auditivos y demás agujeros se venderían en las tiendas de “Todo a un euro” por la mala calidad de sus materiales, o quizá en las droguerías por considerarse un objeto de aseo diario.

Cualquiera puede darse cuenta de la importancia que adquirirían los guardarropas de discoteca. A nadie le da igual que le devuelvan un abrigo que no es el suyo, pero sólo un loco aceptaría no recuperar su propio flequillo (que dejó colgado porque al principio de la noche se le metía en los ojos nuevos), que en vez de sus diez dedos “Made in Italy” le dieran los de alguien que se muerde las uñas o unas manos cuyas líneas predicen un destino distinto al deseado.

El “Reciclaje y reinvención del cuerpo” sería materia obligada en todas las escuelas; parte de los productos agrícolas y ganaderos quedaría destinado a la creación de los humores corporales, y los mejores químicos nacionales trabajarían día y noche para conseguir olores, sabores y tactos cada vez más perfectos, más reales, más humanos.

En vez de “echar una mano” regalaríamos dos; compraríamos “hombros sobre el que llorar”y los almacenaríamos en la despensa; cerraríamos las bocas de repuesto para que no entraran moscas y tendríamos “ojos que no ven” en todos los cajones.

En el Gobierno, éste intercambio feroz de fenotipos daría lugar a auténticos bacanales: los políticos se cambiarían esa máscara antiguamente llamada “cara” después de cada discurso y por sus labios de negocios saldrían sólo frases hechas a medida. Sus pupilas construidas con la fibra óptica de las mejores gafas de sol harían su alma aún más inescruptable y el contorno “modelo-único” de sus mejillas compondría siempre en su rostro una sonrisa de engañosa transparencia.

Filósofos, poetas y demás defensores de la mente acabarían convirtiéndose en seres marginales de una sociedad que los tacharía de superficiales, materialistas y retrógrados.

Ay, señores, señoras y aquellos que serían ambas cosas a la vez: cómo se revalorarizaría la apariencia externa, que papel destacado el de lo físico...¿dónde quedaría relegado el cerebro?. Pobre órgano oculto entre esos 20 huesos fusionados en los tiempos en que la palabra “evolución” no era un concepto susceptible de ser mejorado por un pionero diseñador o un sastrecillo hábil. Se hablaría del cerebro, esa única víscera no intercambiable, con la misma vergüenza velada con la que admiten algunas haberse operado las tetas. Con el tiempo, pues, se atrofiaría, convirtiéndose en un mero piloto automático encargado de regular esfínteres, transformar sangre en orina y hacer latir corazones. La “Era del Cuerpo” habría llegado.

Pero...un momento, hombres, mujeres y aquellos que ya son ambas cosas a la vez: ¿no les resulta esta historia terriblemente familiar?. ¿No les recuerda acaso a otra leída en algún libro o robada a escondidas de una conversación ajena?. “O quizá”- me grita en silencio esa víscera única, impar, inintercambiable gracias a Dios- “el problema resida en que esta historia inventada se asemeja sospechosamente a aquella prenda de vestir de tela gruesa y cuello vuelto, que aún resultándote incómoda te resistes a tirar...y continúas llamando vida real”.

Friday, August 11, 2006

Los nombres que soy

· Los nombres que soy:

La Dra. Romera acaba de nacer. No apenas fue expulsada del cálido vientre materno sonrió, y al sentir el frío de las mesa quirúrgica baja las nalgas, supo que iba tener que ser fuerte para mantener la sonrisa. Y no le importó. Supongo que es la ventaja de los que han elegido nacer. Tiene sólo unos meses de vida, y con la labilidad emocional propia de su edad, pasa indistintamente de la risa al llanto espástico, y es capaz de avanzar asombrosamente un día para desandar lo andado al siguiente con la misma rapidez. La Dra. Romera aún no reconoce su nombre: es demasiado pequeña, demasiado inmadura, demasiado demasiado. Lee los labios de los que lo pronuncian con una mezcla de respeto y admiración y se pregunta si algún día dejara de sentir que hablan de otro. Sus padres tienen dificultad para encontrar la ropa justa, por eso hay veces en que las prendas se adaptan a ella como si fueran una segunda piel y otras en cambio los pantalones se le enredan en los tobillos hasta que tropieza y las mangas de los camisetas siempre grandes entorpecen su segunda lengua, las manos, haciendo que el mundo parezca de la talla equivocada. Quizá por eso la Dra. Romera se empeñe en ser Andrea tantas veces. No es al paciente a quien quiere acercarse, ni a su familia, ni a sus compañeros, ni a sus jefes, sino a ella misma.


“Andrea, Andreas y los Andreitos” es mucho más que una de mis imágenes especulares, que una obra de teatro. Una empresa laboral la describiría como filósofo doméstico o psicoanalista familiar. Un calendario la situaría en algún punto de la Navidad, de cada Navidad, de todas las Navidades. Un sociólogo la definiría, con inexacta precisión, como protagonista inexcusable de nuestras veladas familiares en las fechas señaladas, y sólo un lingüista sería capaz, a pesar de haber sido representada una única noche, con los 8 años que no recuerdo nunca haber tenido, de convertir ese trabalenguas de tres nombres en un único ente de 14 miembros. “ Andrea, Andreas y los Andreitos” tiene la fugacidad del que sólo existió una vez, pero la fuerza del que ha sido reinventado miles, reparado pieza a pieza, sustituido (que no necesariamente mejorado), reemplazado, reañadido, amputado y devuelto a la vida con prótesis, soldado y fusionado de tal forma que si intentara reclamar lo que fue mio (“esa Andrea era yo, recordais?), mi familia alarmada, una siempre y más que nunca ese día, me miraría exclamando: “”Esa Andrea somos todos”.


Andrew estuvo ahí todo el tiempo, pero su característico olor a estación de tren y su perenne maleta hacen que parezca una recién llegada. Se comporta con naturalidad, como si dominara el entorno, pero algo en sus movimientos denota que no reconoce por completo el terreno que pisa. Su entonación es firme, su discurso estudiado, pero un observador atento sería capaz de descubrir pequeñas incongruencias temporales, esporádicas confabulaciones destinadas a cubrir vacíos de información inexplicables. Y es que esta Andrew, aún compartiendo nombre con aquella, es diferente a la de antes. Se asemeja a un zumbido que lleva rato sonando, pero en el que sólo reparas cuando algo imperceptible te hace agudizar el oído, y entonces simplemente te parece imposible no haberlo sentido antes, y de golpe ya todo es ruido, sólo es ruido, sólo es Andrew. Andrew es Italia y España, es pasado y presente, es visceral raciocinio, es amante y amiga, es sueño y vigilia, es letra de libros y pieza de puzzle. Andrew es uno de los nombres que soy ahora, y creo fervientemente, que de un modo u otro, siempre seré.

Andi, Androide y Andre son la misma persona. Han (o “ha”)vivido más tiempo en la cafetería que en el aula, y le hace feliz sentirse cómoda en su nombre tanto dentro como fuera del ecosistema en el que nació: la facultad. Es, indistintamente, uno y los tres en función de la situación, el momento del día o la persona concreta que la requiera, pero siempre dentro de un marco cuya existencia se asemeja a la del buen vino: la uva de la que se parte es el verdadero determinante de la calidad final, siendo el proceso de fermentación, las enzimas añadidas y su envejecimiento en madera de roble meros adornos de la auténtica esencia. El vino en el que se diluye la existencia de esta particular Trinidad sólo tiene siete años, pero Andi, Androide y Andre saben que sus taninos y aromas propios (a Cuba, a garrafón, a Estambul, a arena de playa levantina, a formol, a mecanismo taquicardizante de la adrenalina, a noches sin dormir, a biblioteca, a cañas, a tantas cañas...) permiten situarlo entre las primeras marcas.


Andrea, por último, no sabe si debería ser la primera. Es impulsiva de un modo cuidadosamente organizado, es espontánea cuando su plan se lo permite y deja de importarle su aspecto al terminar de arreglarse. Odia la impuntualidad sobre todo si llega tarde y es inflexible con sus propios deslices. Andrea siente que sólo siendo más rápida que el tiempo puede llegar a vencerlo y de este axioma saca la velocidad que imprime a cada uno de sus actos. Es estudiante ( ella dice que de un modo u otro siempre lo será), es mujer, hija de su madre y amiga de sus amigos, viajera, nacida en Madrid y en el mundo; es ella para todos pero sobre todo para sí misma. Le encanta su vida y a veces le resulta difícil compaginar este sentimiento con el querer tener también muchas otras. Andrea es sobre todo Andrea cuando su madre la abraza y le dice al oído “eres todo pasión”. Se pregunta si hay tantas Andreas como personas conoce, como lugares ha visto, como libros ha leido... y disfruta imaginándose a las Andreas que vendrán.



· Los nombres que ya no soy:

“Sweety” se marchó hace poco. Dio un portazo dejando en el aire la certeza de que no iba a volver y en alma la esperanza de que lo hiciera. “Thita” , como obedeciendo una orden muda que esperaba hacía tiempo, comenzó a empaquetar sus cosas, y la lentitud de sus actos dotó al conjunto de una apacible intemporalidad. Ella sí se giró antes de marcharse (quizá porque su nombre viene de “pobrecita”, y ha impregnado su carácter de indeleble misericordia). “Me marcho a Edimburgo”-dijo como excusándose. Aún sabiendo que era mentira, que su viaje era sólo hacia ese punto del mapa y del corazón donde se confunden el “hasta siempre” y el “hasta nunca”, su frase impregnó el destino de un tipo de bálsamo geográfico que atenuó el dolor. Al igual que “Little one”, que se apresuró a acompañarla sin mirarme a los ojos (quizá por no conocerme tanto), siempre sustituía las penurias del alma ( a la que se empeñaba en llamar cerebro) por atributos físicos. Ambas lo hacían movidas por la férrea convicción de que lo físico, la palpable, es de algún modo potencialmente curable, eternamente reversible, perversamente voluble. Esa era su defensa frente al dolor (lo habían aprendido de él): convertir el alma en apéndice del cuerpo. A veces, cuando todavía duele, hurgo en el botiquín hasta encontrar sus tiritas mentales, sus actitudes antiinflamatorias, su presencia antipirética...pero en el fondo creo que “sweetie” y las demás subestimaron el dolor somático, el visceral y el propioceptivo. No sabían que hay heridas para las que no existe analgesia.

Wednesday, August 09, 2006

Buscando a Magda

Yo tampoco recuerdo como nos conocimos, así que voy a contártelo:

La imaginaria falda azul de cuadros que llevaba aquel día se me pegaba a los muslos. El sudor ácido que empezaba a formarse entre la tela y la piel dotó al vagón entero de una cualidad húmeda que no acerté a definir. Fiel a mi creencia de que el movimiento personal imprime velocidad al mundo, jugueteé incansable con los botones de la prenda nueva, sin sospechar que un poco más tarde, mil veces más tarde, mil veces más, tus dedos me la estarían quitando.

Cuando sonó el teléfono agradecí que aún existieran cosas en el mundo que ni 200 metros de tierra logran sepultar. Cien rostros en sus cien asientos continuaron mirando al frente. Observé sorprendida la pantalla, sin identificar el número, pero encontré congruente responder a una llamada que, según la realidad vigente, no debería estar existiendo. Al descolgar supe, absurdamente, que fuera, arriba, llovía, y desde entonces cada vez que me quitas la falda siento el inequívoco olor de la tierra mojada en la cara.
“Magda?”-dijiste...dijo una voz.
“Magda”-respondí.

Supe que no era mi nombre pero sí mi llamada. Más que saberlo, lo sentí como siento tus manos perderse en mis piernas, sin jamás quitarme la falda, ni los cuadros, ni el azul.... Pero qué importa un nombre en un andén anónimo de una día olvidado, en el que se adivina a una chica sentada, encorvada sobre una conversación que no le pertenece y apretando entre los muslos el calor asfixiante del agosto de una ciudad cualquiera. Verifiqué con urgencia el lugar y la hora del encuentro incorrecto, consciente de que las conversaciones que nunca han existido tienden a interrumpirse de forma inesperada. Me levanté protegiéndome de esa lluvia irreal que intuía sin ver, como te intuyo a través de la tela de la falda que siempre me dejas puesta, aún cuando la ropa interior de ambos ya descansa en el suelo, y tus pies en mis pies y tu pelo en mi pelo.

Subí saltando los peldaños de tu estudio, con la deliciosa certeza de que pronto me resultarían familiares. Tu descansillo, o más bien el calor angustioso que se filtraba a través del cristal que hacía las veces de techo, se me antojó enorme. En un único gesto que recuerdo a la perfección, pulsé el timbre, me alisé la falda.... y esperé al fotógrafo.

Alguien me dijo una vez que no se pueden regalar fotos eternamente. Se equivocaba. Se equivoca.


Pronto los disparos de la cámara se mezclaron con palabras y las transformaron en gestos, para después perderse en tus labios y buscarse en los míos. No recuerdo casi nada de aquellos primeros instantes que al imaginar creo. Soy consciente, sin embargo, de que en mi desnudez continué llevando la falda, y sé que de pronto todo giró en torno a ella. Mis dedos te acariciaban a través de la tela, tu lengua bordó el perímetro de mi cintura sintiendo la aspereza del tejido y las bragas recorrieron mis piernas despidiéndose del cálido nido que las envolvía. No acierto a reproducir tu cara, a sentir tus caderas clavándose en las mías o a imaginar tus huellas marcándome el cuerpo...y sin embargo recuerdo la falda, única, estática en medio del caos, más real que nunca en su inexistencia. Aquel mágico centro de gravedad fue de pronto responsable de cuatro miembros y cuatro ojos con tres lunares, de dos mentes en un solo cuerpo, y de la tormenta que brotó de sus entrañas de algodón y nylon.

Te regalo nuestras fotos de una lluvia de agosto...para que nunca más se te olvide.