Como te lo cuento:: April 2007

Thursday, April 26, 2007

BUCEO

"Ande con cuidado, es tierra santa.
Puede ser, si observamos detenidamente,
que este punto en el que nos encontramos sea el paraiso."

Christine Rosetti

Tuesday, April 17, 2007

EL LADRÓN

El principio no fue diferente a los anteriores. Día laborable. Once de la mañana. Único apartamento habitado en el último piso de un edificio de esos cuya fachada es imposible retener en la mente más de diez segundos. Se detuvo frente a la puerta, y observó la pintura desconchada sintiendo una repulsión similar a la experimentada al sorprender a alguien llorando a escondidas. Le embargó una sensación ambigua pero muy lejana, como si fuese otro el que se debatiera entre entrar en la vivienda o alejarse corriendo sin mirar atrás. Lo que sucedió a continuación tuvo forzosamente que acontecer en tres actos independientes y separados en el tiempo. Consecutivos. Sin embargo, en la memoria de Juan quedaron siempre registrados como una única acción que englobaba toda la realidad existente y la concentraba en el descansillo más triste del mundo. Se le enquistaron en el cerebro como una bala disparada en la sien. Forzar la cerradura. Pisar un pasillo gomoso, hecho de moho. Visualizar la silueta en la terraza. Un, dos, tres segundos...para saber que era un cadáver.

Desde su posición, en lo más profundo de un hall que cada vez se le antojaba más el interior de una víscera hueca, la mujer parecía ir vestida con las rayas de luz que se filtraban a través de las persianas semicerradas. Todo el cuerpo estaba girado hacía la derecha, como si algo enorme acabara de sentársele encima. Mientras se aproximaba pensó que su vestido azul de lunares guardaba un estúpido parecido con las cortinas del salón. Era joven, y sonreía. Hay gente convencida de que estas cualidades deben ir a la fuerza asociadas. Su cara, más que bonita era correcta. Una de esas que llaman la atención sin molestar; el tipo de persona que sale mejor en las fotos de lo que es en realidad. Daba la impresión de estar detenida en medio de una conversación telefónica, presentando en los ojos ese brillo que precede a la carcajada. No pudo evitar tocarla. En la frente, como hacía su madre para medirle la fiebre. El contacto le provocó una arcada que más que del estómago provino de lo más profundo de las plantas de los pies, de lo más alejado de su fisionomía, y que quedó alojada en la garganta hasta que logró retirar la mano de la piel. Retrocedió hasta el interior sin darle la espalda, y no supo discernir si lo hacía por miedo o por respeto. Una vez dentro se sintió sorprendentemente cómodo, como el que vuelve por fin a casa después de un largo viaje.

Juan era un ladrón cobarde. Uno de esos que entra sólo en viviendas habitadas por enfermos o ancianos, aun a sabiendas de que albergan objetos de menor valor. Ésta no difería mucho de las habitualmente elegidas por él, con una única excepción: no sabía nada sobre ella. No había estudiado a los inquilinos, ni sus hábitos. No conocía el barrio, ni las medidas de seguridad a las que tendría que enfrentarse. “¿Qué hago aquí?”-se dijo mientras abría cajones y esparcía su contenido sin apenas prestarle atención-“Desde que me he levantado no consigo deshacerme de esta sensación de que estoy olvidando algo importante”. Esa mañana había despertado en el suelo de su bar habitual. No era la primera vez que se apostaba en la barra después de medianoche y bebía como si quisiera ganarle una carrera a la vida. El dueño le observaba en silencio, como se observa a los muertos, sabiendo que en esas noches Juan no pertenecía a este mundo. Que nada de lo que dijera ni hiciera podría ayudar a un ser humano que estaba viajando al infierno por voluntad propia. Se limitaba a llenarle la copa y a seguir el recorrido del líquido que quemaba el interior de ese cuerpo desprovisto momentáneamente de alma, y se preguntaba casi con envidia, a quién habría que vendérsela para bucear de ese modo en la locura. Cuando el alcohol le sumía por fin en el sueño de los que ya no quieren despertar, el propietario cerraba dejándolo dentro, pues la sola idea de tocarlo se le congelaba justo en el lugar del cuerpo donde habita lo inefable.

Concentrado como estaba en hacer memoria sobre lo acontecido esa mañana, no supo identificar el objeto que estaba mirando hasta que no lo tuvo a escasos centímetros de los ojos. Eran unas bragas. Colgadas de la ducha. Las bragas que una muerta había olvidado en la ducha. Una porción de tejido destinado a abrazar muslos, caderas y ciertos agujeros en los que según algunos radica la esencia de la vida. Un penoso continente de restos fecales y pelos púbicos. Un trozo de intimidad que debería estar prohibido abandonar en ninguna parte. Una suerte de segunda piel, a veces más reveladora que nuestro propio rostro.

La visión le resultó tan grotesca que retrocedió tambaleándose. Lo que sucedió a continuación tuvo forzosamente que acontecer en tres actos independientes y separados en el tiempo. Consecutivos. Sin embargo, en la memoria de Juan quedaron siempre registrados como una única acción que englobaba toda la realidad existente y la concentraba en el suelo de baldosas más triste del mundo. Se le enquistaron en el cerebro como una bala disparada en la sien. Tropezar con el taburete. Gravitar durante toda la eternidad. Romperse la parte posterior del cráneo contra el bidé.

Desde que nació intuyó que moriría solo. Desde que nació, intuyó que moriría, que a fin de cuentas es casi lo mismo. Tendido en el suelo, con el reflejo de un cuerpo cualquiera desangrándose en el espejo y las bragas de su esposa como única visión, se dispuso a aceptar por fin la revelación más temida por el ser humano: la de su propia identidad. Supo entones, o de nuevo, o como siempre. Vio a Sara en la terraza, llevando aquel vestido que ella misma se hizo con la tela sobrante de las cortinas del salón. Quiso advertirla del hombre que se acercaba por detrás; quiso gritarle a él, a sí mismo, que no la tocara. Quiso detener, mientras apretaba, aquellos dedos suyos que nunca fueron tan enormes como en el momento infinito en que se cerraron a la vez sobre la única cosa hermosa que Juan había tenido nunca.
Quiso olvidar la vida, que por algo le quedó siempre dolorosamente grande.
Aprendió muy tarde que toda destrucción es insuficiente cuando se lucha contra uno mismo.

Saturday, April 07, 2007

HIPERBREVES

HASTA EL FONDO:
Carlos sostenía que hay pocas cosas que puedan llegar tan dentro de la garganta como una lengua de mujer. Descubrió que se equivocaba el día en que le despertó el cañón de una pistola empujándole los dientes y buscándole las tripas.


BALCANES:
Durante todo el camino de vuelta mantenía la llave apretada en la mano izquierda. La llevaba cogida como si de un momento a otro fueran a obligarla a abrir una puerta. Era la llave de la casa de su infancia, o de su infancia a secas. Su maestra en la escuela primero, y el resto del mundo después se habían empeñado en otorgar a su mano derecha unas cualidades de la que esta carecía, intentando borrar en Hanna cualquier rasgo distintivo que le impidiera confundirse con el gris que ya antes de la guerra parecía teñirlo todo. Luchó con docilidad, si es que eso es posible, contra tan absurda pretensión, pero algo en su mente de niña le hizo comprender que a los adultos les falta por aprender muchas cosas, así que accedió a ser una falsa diestra como se acepta llevar un vestido que te desagrada a la comunión de otro: con estilo. Sin embargo, cada día se detenía mucho más tiempo del necesario frente al portón verde que separaba los dos únicos mundos que los mayores son capaces de reconocer en la vida de un niño: casa y colegio. Después cogía la llave con la mano prohibida, como su abuela le había enseñado a sostener las gallinas: ni tan fuerte como para que les duela, ni tan flojo como para que puedan escapar. 8 años, zurda en secreto delante de un verde enorme. Y en un único giro, abría. Es curiosa la forma que tiene el ser humano de ganar batallas.


LA COLECCIÓN
Coleccionaba momentos ajenos porque tenía poca imaginación. Los colocaba en riguroso orden alfabético: “A” para los “amores insatisfechos”; “B” para “brujas y otras quimeras”, etc. Sus mejores piezas las había recolectado en el metro, donde iba siempre muy atenta para que no se le escapara ninguna. Escribía su diario a base de sucesos que le habían ocurrido a otros. Se convirtió en una auténtica sibarita del sentimiento. Su vida, al no estar sometida a la inestabilidad inherente al hecho de vivir realmente, podía calificarse de perfecta. Hasta el día en que oyó un suceso repetido. Al principio no le dio importancia, y se dijo a sí misma que probablemente se había topado con la persona de la que obtuvo la información en un principio. Algo más tarde, esa misma noche, escuchó por la radio la noticia de algo que ya le había ocurrido a una amiga años atrás, y quedó conmocionada. Lo que vino después le puso los pelos de punta: en los meses posteriores fue incapaz de encontrar una anécdota original. Investigó en Internet, medios de comunicación internacionales, prensa rosa, en la calle, en los bares, llamó a todos sus conocidos, puso anuncios y ofreció recompensas. Todo en vano. No quedaba nada en el mundo que fuera novedoso, que no hubiera sucedido ya. La peor pesadilla de un coleccionista de su envergadura: Descubrir que al final, La Historia siempre se repite.

TESTIMONIOS:
Dijo en el juicio que ningún objeto le había molestado tanto en la vagina como el dedo de su padre.

TIEMPO Y OTROS HURTOS:
Te pusiste encima de los días y les quistaste el sol. Estrujaste las horas hasta volverlas años. Teñiste los segundos de blanco y negro, haciéndolos indistinguibles. Estiraste las semanas y las despedazaste, de la misma forma que el pobre hace de su traje, trapo. Volviste ensordecedor el silencio de los teléfonos; pintaste de vacío el buzón sin cartas. ¡Ay de mí, mitad eterna desde que me robaste el tiempo!
ENCUENTROS
Todo iba mal hasta que apareció ella, camuflada entre las sombras de un anodino bar de carretera. Resulta difícil acostumbrarse a los escondites del deseo. Fui su elección, nunca entendí el por qué ni lo que me dijo. A fin de cuentas, poco importan las palabras cuando salen de unos labios que parecen hechos exclusivamente para comer melocotones. Sus ojos contenían más historias de las que sus caderas parecían capaces de albergar, pero tras una noche juntos descubrí que nunca debe subestimarse una pelvis de mujer. Desperté preparado para todo: para alimentarme el resto de mis días sólo con el recuerdo de sus piernas; para no volver a acariciar nada igual al sabor de su pelo; listo para convertirme en uno de esos a los que se les concedió una vez el cielo a cambio de la certeza de no volver a probarlo. Algunos a eso lo llaman amor. Para todo, en resumen, excepto para la visión de la factura en la mesilla de noche.

Thursday, April 05, 2007

REFUGIOS

Lo primero que noté después de tomar las setas es que la realidad me apretaba los gemelos como unas botas demasiado ajustadas. Lo siguiente en demandar su parcela de atención fueron los tirantes del sujetador, que pronto parecieron pertenecer más a mi cuerpo que mi cuerpo mismo, y pesaron más de lo que los hombros humanos (que, creo, me pertenecían) eran capaces de aguantar. Muy pronto estuvo claro que el viaje había comenzado, que todo había comenzado, y la idea de sentarme para llegar por completo al otro lado, resultó ser, sencillamente, la única posibilidad cierta...en un mundo que ya sólo albergaba certezas.

La placita no existía hasta que no llegué a ella, y dejó de hacerlo en el momento mismo en que me fui. Crucé la hilera de bancos para unirme a los espectadores de aquel teatro recientemente concebido, que sin embargo parecía llevar ahí toda la vida...esperando. La realidad del otro lado se presentaba ante mí selectivamente, haciéndome ver sólo lo que debía ser visto, sin esfuerzos ni pretensiones, sin prisas...pero también sin equívocos. Era el viaje el que me guiaba a través de sí mismo, porque no podía ser de otra manera. La naturaleza de la realidad era sueño, o viceversa. Los límites eran evidentes y el mundo de fuera (¿qué mundo?; ¿qué fuera?) no podía traspasarlos...y es que había elementos, que, simplemente, ya no cabían en aquel lugar construido con detalles.

Al contrario de lo que le sucedía a Isa, para mí el hecho de que la felicidad hubiera venido envasada en botes de plástico de 30 gramos no era sino un dato irrelevante, un trámite como otro cualquiera para llegar a un sitio al que estaba abocada, de una u otra manera, a llegar. Era un hecho innegable, sí...como innegable era la estructura formada por el tobogán y las anillas, el almohadillado negro que los aislaba del suelo adoquinado o los colores fosforescentes que interconectaban entre sí. Innegables éramos los espectadores que aguardábamos la llegada del viento, o de la música, o de un color que teñía todo el conjunto, para que la escena cobrara de nuevo, o por primera vez, o como siempre desde el principio...sentido.

En la placita, sonidos, sentimientos y formas eran la misma cosa. Y esa revelación ni siquiera resultaba sorprendente. En realidad Isa y yo siempre habíamos sabido que todo está relacionado, que existen múltiples llaves pero que sólo algunas abren de verdad puertas y que los desconocidos pueden ser nuestros cómplices con sólo una mirada...e incluso sin ella. ¿Es qué había alguien que no lo supiera?. ¿No es maravilloso que el suelo espere al viento para convertirse en mar, que los astronautas bajen a pasear por la tierra o que serpientes amarillas pueblen rostros infantiles para indicarles el modo de zambullirse, de cabeza, en esa realidad que a veces llamamos sueño?.

La estructura de la placita era evidente y funcional. El decorado de fondo lo constituían la iglesia y los árboles con zapatos colgantes. El centro mismo, como debe ser, estaba a la izquierda, listo para convertirse en todas las cosas de tu vida y en ninguna en concreto. No se me ocurre mejor definición. Después venía el tráfico de piedras grises, y por último nosotros (la mujer de pantalones amarillos, el hombre de la mirada, las chicas de la risa...), el público. El mercado holandés que nos rodeaba completaba aquella suerte de bunker universal. Era el refugio que encontré una vez en el fondo de una mar lejano; totalmente real...como todo lo inexistente.

Nadie ignoraba que la representación tocaría alguna vez a su fin, que los niños volverían a casa, el mercado retiraría sus espejos colgantes y tú necesitarías de nuevo el cuerpo que ya no sentías porque no hacía falta para volver andando a ese lugar donde nos preocupamos por lo que no importa. El conocimiento estaba allí desde el principio: aunque el movimiento era el hilo conductor del viaje, las cosas no aparecían, sino que su materialización transcurría siempre antes. Los pensamientos se instalaban sin que los notases llegar, las cosas que pasaban llevaban mucho tiempo pasando, y el mundo era, por una vez y para siempre, maravillosamente lento, armónico, casi acuoso.

Y en algún momento fue el fin, pero tampoco importa. Todo está bien, en un después como éste. Abandonamos la placita, para siempre pero sólo hasta la próxima vez. Al masticar el mejor apple pie de Ámsterdam tuve la sensación de que era otro el que lo estaba haciendo por mi. Me encontraba en un lugar impreciso entre dos mundos, y lo único que sabía es que en ese momento no pertenecía a ninguno. Isa y yo caminamos llevando las bicis a nuestro lado, exhaustas y juntas. Volvíamos de muy lejos y era normal que nos pesaran las piernas, y la ropa, y la mente. Pero el fuera del regreso resultó ser un fuera magnánimo, y como último regalo del día nos otorgó un paseo entre ocas y conejos hasta el borde mismo de un canal que parecía morir en la paz infinita. La luz anaranjada de ese único atardecer era tan real como sólo puede ser lo que proviene del otro lado. Y nos fuimos sabiéndonos rodeadas de puertas.