Como te lo cuento:: October 2007

Thursday, October 18, 2007

RATAS

Mientras escribo esto las oigo llegar. Miles de pasos que recuerdan a un colegio en la hora del patio. Han ascendido ya por las tuberías, están debajo del suelo, corren en vertical por las paredes, caen destripándose desde la chimenea. Estoy más despierto que nunca, porque sé que ahora ya sólo pueden alcanzarme. Acabó la espera. A quien encuentre estas páginas, le advierto: ésta es la historia de un secreto.


Mi Nanny, de tan encorvada, caminaba paralela al suelo. Le gustaba decir que sus pies andaban guiados por la punta de su nariz, suspendida a escasos centímetros de la moqueta. Se movía en las habitaciones heladas tan dulcemente que su presencia se hacía casi imperceptible. Había vivido siempre que aquella casona antigua del centro de Edimburgo donde nacimos, y todos los intentos de mis padres para trasladarla con el resto de la familia a Glasgow habían sido en vano. Íbamos a tomar el té los sábados por la tarde, y a veces, cuando la tormenta se hacía particularmente densa, especialmente sombría, nos quedábamos a pasar la noche. Era entonces cuando Nanny nos contaba su cuento. Acudía al cuarto de los niños, donde mis hermanos y yo dormíamos juntos en una gran cama de matrimonio, y se sentaba en el centro, rodeada de su “propia carne”, como le gustaba llamarnos. Tenía un don infalible para aparecer justo en la orilla que separa el sueño de la vigilia, cuando el mundo parece una gran balsa blanda. El que transcribo fue su último relato, y la primera vez en mi vida en que vi amainar la tempestad.

“Acercaos a oír la historia del miedo. Agarraos las manos bajo la manta. Bebed el té a sorbitos; apagad las velas. ¿Estáis listos?. Escuchad atentamente: eso de ahí fuera es el sonido que hace la noche cuando no llueve.

Vosotros sois niños y no creéis en la edad. Desconocéis que lo que se me acumula alrededor de los ojos recibe el nombre de tiempo. Siempre supe que esperaría al primer anochecer de vuestras vidas en que no cayera agua del cielo para contaros la secreto de los que duermen ahí abajo:

Sucedió en Europa, en los años en que la geografía del mundo se gestaba a golpe de espada. Mientras a la tierra descubierta al otro lado del océano se le colocaban argollas y cadenas, el Viejo Continente tenía hambre de almas. Ocupados como estaban decidiendo sobre lo divino, los habitantes de esta época de brujas y hogueras no vieron el ejército negro que su propia necedad había creado. Llegó la Gran Epidemia. Cada uno le da el nombre que quiere. Vieron llenarse de ratas los hogares, las cunas de los niños, las iglesias. Las ciudades se convirtieron en cementerios rebosantes de cadáveres putrefactos, las calles en ríos de pus, el aire en estertores de agonía infectada. Y el hombre jugó, una vez más, a ser Dios, y se volvió hacía los suyos, y su cara se torció en una mueca de asco, y creyéndose diferente, quiso salvarse. Urbes enteras cayeron bajo el fuego de los incendios provocados para frenar la pandemia; madres escondían el pecho ante hijos que sabían malditos; barcos llenos de corazones que ya no latían navegaban a la deriva en ese mundo enfermo.
Edimburgo estaba severamente afectada. La ciudad albergaba más habitantes de los que podía contener, y los edificios se construían con varios pisos de altura, sumiendo a las callejuelas que los separaban en una oscuridad perenne. En el agua omnipresente que caía del cielo se mezclaban la lluvia y los excrementos, convirtiendo el asfalto en una suerte de lodo orgánico en descomposición. El hedor era indescriptible. Los habitáculos inferiores estaban ocupados por las clases más bajas, ya que vivir cerca de la inmundicia fue y será siempre privilegio exclusivo de pobres. El número de enfermos superaba al de sanos...y crecía. Las ratas se extendían como alfombras negras sobre un mar de pústulas, bilis y orín . Las familias pudientes, en sus lechos de insomnio cerca del cielo, tomaron una decisión desesperada. Una noche, en el silencio que sólo da la certeza de trabajar acompañado por la muerte, cubrieron los niveles inferiores, tapiaron las salidas, ocluyeron escaleras y trampillas, de modo que los apestados y sus ratas quedaron encerrados vivos, cara a cara.
Durante los siguientes trece días, por primera vez en siglos, no llovió. El aire sólo estaba ocupado por el sonido de miles de manos impotentes arañando el techo, de gritos inútiles colándose por las chimeneas, de golpes enloquecidos buscando oxígeno a través de las paredes convertidas en tumbas. Casi pareciera que la tormenta que azotaba Escocia desde el principio de los tiempos estaba de luto. Al dar la medianoche del decimotercer día cesó el último llanto que se filtraba por las hendiduras del suelo. Instantes después cayó, como una inmensa lápida, el telón de agua que habéis conocido siempre, bajo el que habéis nacido, bajo el que amaréis por primera vez, bajo el que seréis padres, y bajo el que enterraréis vuestro horror cuando creáis que ya no sois capaces de soportarlo.
Ninguno de aquellos que promovió la masacre sobrevivió al decimocuarto amanecer. Dicen que los alaridos de locura evaporándose de ese submundo en extinción acabó con ellos. La leyenda profetiza más noches secas, en las que podrán oírse sollozos humanos bajo los cimientos, avisando de que nuestras ratas vuelven a la superficie. Llegará un día, cuando menos lo esperéis, en que el ruido de vuestros muertos agarrándoos los tobillos será perfectamente audible”.

Han pasado años desde el último cuento de Nanny. Apareció en la cama, sonriendo tan dulcemente que su presencia se nos hizo casi imperceptible. Ahora está oscuro, y lo de ahí fuera es el silencio que hace la noche cuando no llueve. Las siento corriendo entre mis piernas, mordisqueándome las pantorrillas y subiéndome por los brazos. Así tiene que ser.¿Cuántas noches pueden soportarse despierto antes de que te atrapen las ratas a las que un día creíste enterrar aún con vida?.

Sunday, October 07, 2007

SILENCIO

Y es entonces, justo cuando los labios tocan la copa, el dedo entra en el anillo, se acaba la última lluvia y el sexo duerme en la alfombra, cuando ese algo se posa en el aire, y lo detiene.