Como te lo cuento:: November 2007

Thursday, November 15, 2007

CUATRO


“Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.”
(JOHN BERGER)


“Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. “Nadie me hará caso”, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo el que te estuviera abrazando a ti. ¿Oyes?. Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?”

(JUAN RULFO)



1- La muerte a los ocho años era un cuarto al final del pasillo, lleno de parientes y olor a violetas (a los caramelos, me refiero; no a las flores). Allí dejaron a la abuela todo un día y toda una noche, quietita en su ataúd. Comenzó el desfile de llantos y damas desmayándose, de discursos, de tilas y rosarios febriles. Yo permanecí sentado en primera fila, todo el tiempo. Gente desconocida se acercaba y me tocaba la cara sin permiso, mayoritariamente la frente o las mejillas. La abuela parecía un payaso tumbado boca arriba, con los labios y las uñas cubiertos de una pintura que nunca antes le había visto llevar. Por la noche apagaron las luces y encendieron velas, y algunos eligieron sillas y se sentaron junto al cadáver, a esperar alguna cosa. Me acerqué de puntillas. Su ropa olía a naftalina y mentol. Llevaba los dientes puestos. El féretro se encontraba a la altura de la nariz de un niño, así que tuve que coger un taburete de la cocina y arrimarlo. Me incliné tanto que casi caí dentro, pero logré mantener el equilibrio en el último momento. Inclinado como estaba, con una mano dentro y otra fuera de aquella caja disfraza de cama, me dispuse a acariciar lo único en la estancia que aún se parecía a mi abuelita, y de lo que siempre presumió en vida. Agarré un mechón de cabello blanco, espeso como leche caliente, y con un único movimiento desprendí sin quererlo toda la melena, toda la mentira. Y fue en ese un instante, balanceándome a centímetros de una cara calva pintada de puta, cuando me miró la muerte.

2- La muerte a los dieciséis años era una negra que llegaba a casa por las tardes. Verano, olor a membrillos pudriéndose en el jardín, mecedora y porche. Hacía años que papá ya no se movía ni para quitarse el cinturón y sacudirnos fuerte a mi hermano o a mí. Venía siempre a esa hora de la noche en que todavía hay luz, con un vestido manchado, no importa el color. Era una mujer lenta y ancha. Tenía cara de osa grande, con marcas de sudor bajo las axilas y una lengua dulzona que nunca desparecía del todo en su boca de pez. Se sentaba en el suelo, formando un curioso tren entre papá y el espejo. Se remangaba la falda sucia para que le cupieran los muslos, como árboles cubiertos de barro, y se inclinaba sobre las piernas de él mientras una mano escuálida se perdía en el sudor de sus pechos sucios, y la otra le golpeaba la nuca, y la espalda, y la insultaba para que siguiera, y al hablar escupía miles de gotitas que se pegaban al espejo a través del cual yo les miraba.



3- La muerte a los 45 años es un cáncer de mama. Querido Fernando: Todavía te encuentro detrás de la córnea, del nervio óptico, de esos apellidos con los que no nacemos y llamamos recuerdos. Te odio. Voy a morirme y te odio. He atravesado las horas de casi toda una vida llevándote puesto. Me he despertado a diario para verme sentada sobre una mesa abandonada al final de un dudoso pasillo de 1981, esperando. 20 años, despacho de la puerta 5, octava planta del edificio de Filosofía e Historia. Cuánta palabra para no llamarlo “sexo”, para no llamarnos profesor y alumna. 45 añosx365x24x60: todo eso ha cabido en aquel cuarto de libros apilados hasta el techo. Contigo aprendí que el deseo era una tarde de otoño en la universidad, cuándo el mundo entero era joven, y tu me querías como quieren Octavio Paz, Cortázar, tantos otros. Siglos sin verte, siglos sin literatura, arrastrando a veces mi cuerpo, a veces tu imagen y siempre el rencor, que es peor que este trozo de mí que ahora va a matarme. Te lo robaste todo: he sido incapaz de abrir un libro después de ti. Llevo años muerta, amor mío, odiándote.



4- La muerte a los 85 años es la muerte ajena. Es la identificación sistemática del hueco: el de Juan en el banco del parque, el de María en la cola del mercado, el del cepillo de dientes de Julian, en tu vaso. Es saber que ya no puedes llegar tarde a una cita. Es renunciar hasta al color del pelo. Al pelo. Es ahorrar concienzudamente para que así “mañana” esté obligado a existir. Es vivir pretendiendo, en resumen, que no te has dado cuenta de que ya no hay que preocuparse por olvidar ningún cumpleaños.

Sunday, November 04, 2007

EN EL TREN

“¿Y si te bajas en la próxima parada?.

A pesar del vagón lleno, te veo casi por completo. Vistes con desarreglo forzado; demasiado parisino para serlo de verdad. ¿Músico?; te delatan las manos, no necesito el violín que parece quedarte grande colgando del hombro. Venas arañando los nudillos; callos; tinta azul. Te has movido. No has parado de hacerlo desde que montaste. La última vez has golpeado a un niño con el instrumento, y su madre se ha girado con reproche. “Con reproche”...imagino que detestas ese tipo de expresiones. Imagino que detestas montarte en un tren cualquiera y que un mujer desconocida te observe durante todo el trayecto como si fueras una fruta, o un perro. Miro así porque no sé mirar de otra manera. Los que me conocen dicen que lo hago “sin pudor”...ahí tienes otra. Ahora ya no te veo la cara, porque después del golpe has decidido sujetar el violín con ambas manos y por delante, con lo que puedo regalarte una nueva nariz. La tuya no convence, si te soy sincera. Prefiero tu pelo, justo un poco demasiado largo. O tus ojos, de ese marrón que cambia con la lluvia sin llegar nunca a ser verde, por mucho que tu madre diga lo contrario. Aunque mi favorita es la boca: eres de los no la usa para resoplar, sino que prefiere sacudir todo el cuerpo y balancearse ligeramente hacía delante. Desde que te invento, desde que empezó nuestra historia, hace exactamente 17 minutos y 4 paradas de tren de cercanías, lo has hecho 5 veces. 17, 4, 5. Puede ser el número de lotería que compremos en nuestro primer aniversario. O los portales de las casas en las que viviremos. Quizá las edades que tendrán nuestros hijos el día que mueras. Me gusta pensar que todo tiene un sentido. Que esta hora no es casual, ni este tren, ni el violín que sostienes como el que se agarra a una tubería.

¿Y si no nos bajamos, ni tú, ni yo, ni tu música?. ¿Y si pasamos la eternidad grabando nuestra huella en esta vía anónima? .

Sabes que te miro, y que te pienso. Es un poder extraño, ese. De pronto existes dentro de mi cerebro. Sin siquiera hablarte, sin pedirte permiso, y ya flotas suspendido entre neuronas, mezclado con numeraciones de calle y críos llorando. Ya eres un poquito más mío, y algo menos tuyo. Hay días en que salgo dispuesta a perder partes de mí: en un baño público, en el cine, dentro del mar. Hemos llegado a un andén, creo. No muevo ni un músculo, porque quizá si lo hago desciendas y partan sin ti el tren y el mundo. Me quedo quieta, y respiro bajito. Funciona. Obedeces, participas y te sientas en un nuevo vacío, justo enfrente. No sé cuantos minutos pasamos así, acunados por el vagón y debajo del suelo. La siguiente parada me resulta familiar. De alguna manera terminamos siempre reconociendo lo nuestro, ¿no crees?. Dudo, y sin apartar los ojos del hueco de tu nuez, decido voluntariamente pertenecer a este despropósito subterráneo donde se confunden el marrón y el verde. Hoy te regalo un trozo de mí.

¿Y si te bajas y me dejas ahora que acabo de llegar?.

Nos suceden cosas que parecen estaciones. Te has puesto de pie tan lentamente que durante un fragmento de milésima de segundo sólo ha importado el tiempo. La velocidad ha seguido meciendo tus ojos y mis deseos. Sólo me percato de que volvemos a estar quietos una vez reanudada la marcha. Ahora faltas en el paisaje tubular que me envuelve. Ahora podría jurar que nunca has existido, si no fuera por una funda de violín olvidada en el suelo. Ahora tomo conciencia de las personas iguales, de nuestros destinos iguales, y no sé si grito o sólo pienso en gritar. El bulto negro que te perteneció espera como un perro a los pies de su amo. De golpe. De pronto. Sin pensar. La estoy abriendo y es ahora, exactamente entonces, cuando encuentro la bomba en vez de encontrar música dormida, y comprendo muy tarde que esta vez he regalado demasiado de mí.”