Como te lo cuento:: September 2008

Saturday, September 06, 2008

AMELIA


“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio. “ ( - Las ciudades invisibles- Italo Calvino)

A Amelia el nombre se lo pusieron como a las ventanas la nieve falsa en Navidad: más por tradición que por estética. Abuela, madre e hija: las tres llamándose como las Amalias de toda la vida pero con “E”. Existen pocas maneras mejores de ligar a las mujeres de una familia que bautizándolas igual. Logras crear la misma crisis de identidad en ellas que en los amigos que llaman por teléfono preguntando por alguna. Amelina, la pequeña, por fin se casa. Lo tiene ya todo. Flores. Velo. Barras absurdas de incienso para invitados que no conoce. Amelia pasa la tarde entera buscando el vestido adecuado para su madre. Recorre las plantas de los grandes almacenes, pregunta a cada dependiente. Incluso se pelea con otra mujer de forma enfermiza por una falda de lunares. Todo tiene que ser de verdad. Vuelve a casa y arrastra las bolsas hasta el dormitorio. Trae 11 prendas para una anciana de 93 años. Crea un cuidada fila de trajes sobre la cama. Sienta a su madre en el sofá de enfrente. “Tu nieta se casa dentro de un año. Vas a ser la abuela más guapa de todas”. Las manos artrósicas de Doña Amelia se retuercen para estar de acuerdo. Todavía 12 meses. Ambas saben que el cáncer de colon de la madre no va a necesitar más que tres. Empieza a describir el primer vestido. Largo y rojo, como aquel que llevaste a la comunión”.Los ojos ciegos de la anciana parpadean como grandes velas en las noches de verano. “El segundo es más clásico; negro; abotonado al cuello”. Las pupilas huecas se clavan en esa voz que corre por el cuarto repartiendo olor a tela nueva y a fiesta. “Verde manzana: a juego con el collar que te regaló papá”. El dormitorio se convierte en un bazar turco lleno de incienso y odalíscas de ombligo enorme. “Gris perla. Sencillo, pero muy elegante”. Ambas oyen con claridad el sonido de un elefante barritando en la noche africana, y en algún río en calma un masai se separa de su amante y se va. “Liso, de seda azul marino”. La anciana inválida se levanta y baila unos minutos en el desierto con toda la ropa puesta. Da saltitos alternando las piernas para no quemarse la planta en el azúcar lechoso que cubre las dunas. “Granate. Con pedrería en las mangas y un chal a juego. Nada más verlo pensé en ti”. Entonces se abren los portones de la iglesia y es Amelina que llega al altar. Sabe que está lista, pero antes de abandonarse al rito, se gira y busca a su abuela con los labios manchados de robar moras del huerto, y el pelo empapado de las lluvias de estrellas de agosto en la playa, y la cicatriz en el codo de caerse en la fuente. “Pruébatelo”. Y les cuesta a ambas unos minutos, con los nervios, pasárselo por la cara, el cuello, los brazos. La madre se asusta al verse envuelta en tanto nuevo, y cada vez que se apoya la mano le vienen las ganas de destocarse de golpe, y desvestirse de promesas granates y dejar de ver de nuevo. Amelia la levanta y ambas ya sonríen antes de llegar al espejo del pasillo. Se paran frente a la imagen a la que sólo una de las dos tiene derecho, y sin embargo, en un acto reflejo, Amelia enciende la luz. Su madre se observa en el pozo de cristal y silencio, y cuando se arranca el ticket sus manos parecen haber olvidado todos los temblores. “Tenías razón hija. Es éste.” .