Como te lo cuento:: June 2009

Thursday, June 25, 2009

MI RETRATO

Thursday, June 11, 2009

EN MANHATTAN


Quizá ocurrió porque la limusina ya estaba en la puerta del hotel cuando llegamos. Sé que la vimos desde la esquina, los dos. Tú incluso paraste de llorar unos segundos exclusivamente para mirarla. Era parte del premio, junto con el viaje a Nueva York, el hotel y un cuarto de esos en que las toallas te las dejan dobladas con formas, casi siempre de ensaimada o de flor. Yo sólo quería llegar y abrir una de las ginebras del mini-bar hasta descubrir cuantas hacía falta beberse para dejar de oír tus gritos explicándome que eso, en cambio, no estaba incluido en el precio. ¿Quieres saber lo que pensaba entonces? Que era un alivio comprobar que al menos a uno de los dos le seguía mereciendo la pena gritar por algo. Me hubiera parecido un detalle por tu parte que me aclararas de vez en cuando por qué estabas enloqueciendo esta vez, ya que empezaba a confundir los motivos que te habían hecho dejarme en el Sena con los que te movían en las pirámides o las cataratas de Iguazú. Lo único que deseaba susurrarte al oído era: darling, no recuerdo cuándo dejé de escucharte. Nos habíamos peleado en todos los lugares que destacaba nuestra guía Lonely Planet: fingiste que te desmayabas del disgusto en el MOMA, me clavaste un tacón en el pie derecho antes de atravesar corriendo el puente de Brooklyn, tiraste el perrito caliente al mar desde el ferry que iba a Ellis Island y me abofeteaste en todos los restaurantes de Little Italy. Hiciste las maletas y separaste cuidadosamente la ropa de cada uno mientras repetías que no era posible, realmente no era posible que yo hubiera estropeado todo de aquella manera, otra vez. Después te enfadaste contigo misma al darte cuenta de que habías doblado mi ropa interior y plegado las camisas. Admitamos que nunca supiste mandar nada la mierda, ni siquiera mis calzoncillos.

Diste un portazo y bajaste al hall. Te seguí tranquilo, insoportablemente despacio, dirías luego, sabiendo que estarías allí esperando a que yo llamara al taxi, te metiera dentro y te obligara a dejarme.

En lugar de hacerlo me acerqué a las máquinas alineadas como pasos de cebra. Negras, blancas, negras. Eran las casi las ocho. Recuerdo que pensé entonces que hay algo extraño en ese gusto que tiene la noche en Manhattan por vestirse de limusina. De pequeño creí que los grandes mafiosos vivían dentro de ellas y sólo salían al caer el sol para elegir a qué esquina de Brooklyn pensaban tatuarle otro cuerpo de tiza en el suelo.
Dan mucho trabajo, las limusinas. Hay que sacarles brillo, hincharles las ruedas cada día, ponerles un chofer negro al volante. Hay que llenarlas de whisky on the rocks a las limusinas. Y sobre todo, para que sean de verdad, hay que extenderles una gran alfombra bajo las ruedas, llena de ojos de cocodrilos que nadan entre sus vísceras de orín, y llamarla dulcemente Nueva York.

Te empujé dentro e intentaste resistirte sólo a medias. Ordené claramente al conductor, consciente de tu mal inglés y mis muchas ganas, que condujera durante dos horas en cualquier dirección. Esperé un rato hasta que se te olvidó que tenías que dejarme claro cada minuto lo enfadada que estabas y empezaste por fin a mirar la playa de neón y vidrio que desde fuera te convencía sin descanso de que compraras más, adelgazaras más, follaras más y desearas exactamente lo que no tenías. Serví algo que encontré en el bar que nos separaba del chófer y te levanté la falda. No te volviste. La desabroché entera y empecé con la camisa mientras veía tus pupilas llenarse con todo el rojo de nuestro último atardecer en Manhattan.