NORA (parte II).
“Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su vida un poco más que de una novela que haya leído. Sí, es eso: solamente un poco más”. – Plataforma (Houellebecq).
En aquella época ya hablaba bastante de su familia. Al principio temí que perteneciera a esa clase de hijos que llaman a sus progenitores por sus nombres completos. Todos hemos visto bebés de guardería berreando por “Rosalía y Curro” o “Lorenzo y Gertrudis”. Todavía mejores son aquellas en las que los orgullosos padres han recibido los nombres de alguna pareja famosa. Entonces surgen los “Fred y Ginger, quiero más chocolate” o “Isabel, dile a Fernando que me baje al parque”. Pero me equivoqué. Los seres humanos como Nora, que apenas comprenden la diferencia entre una minifalda y un cinturón, y mucho menos cuál de los dos no deben ponerse por debajo de los sobacos para ir a una reunión con su jefa, provienen de un estatus superior. Aquel en el que Papá y Mamá se llaman así el uno al otro.
Entre ellos.
En público.
Papá y Mamá tenían una empresa de comida deshidratada en Extremadura. Se dedicaban, en palabras de su propia hija, “a quitarle el agua un poco a todo”. Desde kiwis a castañas. Eran invencibles. Su alimento estrella era la cebolla seca, que por lo visto se vendía en más de 3000 establecimientos españoles y extranjeros, y que podía cuadriplicar su tamaño al entrar en contacto con cualquier líquido. Al decir esto los ojos dorados de Nora se abrían como si fuesen la citada hortaliza en pleno proceso de expansión y se clavaban en mí esperando obtener alguna onomatopeya admirativa. A mi largo suspiro seguía una inevitable enumeración de productos concentrados, donde se notaba que los prefijos estaban entre sus accidentes gramaticales favoritos: “ Fabricaban alimentos supernutritivos, multivitamínicos e hipercalóricos, ¿sabes?”. El momento en el que sus escasos conocimientos de química le permitieron concluir que aquella especie de “comida para astronautas” podía tener propiedades excitantes sobre el SNC y, por lo tanto, era susceptible de venderse a escondidas a menores en la esquina del patio del colegio donde iban los de los últimos cursos a besarse con lengua nunca me fue revelado. El tráfico duró exactamente lo que tardó un chico de 1º de BUP apodado Piña, con aparato corrector en los dientes y el nombre de su banda de hip hop preferida tatuada en el hombro, en sufrir su primera convulsión. El hecho de que fuera durante un botellón en el campo de baloncesto un viernes por la noche y el diagnóstico de epilepsia que recibió al ser estudiado por un neurólogo 2 años y 4 ataques más tarde no pareció convencer a los directores de colegio privado en el que Papa y Mamá habían depositado su confianza. Nora fue expulsada inmediatamente, aunque no lo bastante rápido para evitar una última “venta al por mayor” en la que recolectó suficiente dinero para su siguiente inversión. “Los caballos” – me explicaba sentada a horcajadas sobre el váter – “son animales con alta carga energética, capaces de expresar pensamientos complejos y de gestionar su cariño”. Yo de todo aquello no entendía nada, pero Nora podía resultar muy convincente en sus discursos dentro del aseo de caballeros, especialmente si acompañaba sus palabras con movimientos de la escobilla arriba y abajo. Lo que me quedó claro es que repetir curso no le había importado lo más mínimo y que había pasado los meses que faltaban para el siguiente septiembre en un campamento en Ecuador donde se “fortalecía activamente la relación ancestral entre el niño autista y su compañero el caballo”. “Equinoterapia”, lo llamaba. El grupo de terapeutas estaba formado, básicamente, por adictos a diferentes sectas en proceso de extinción: ex guerrilleros bolivianos, ex hippies buscando un nuevo Woodstock , ex alcohólicos reformados y mucho caballo suelto. Niños autistas que justificaran todo aquel tinglado, desafortunadamente, sólo habían encontrado dos. Nora resultó ser una pedagoga excepcional. No me extrañó mucho, pues los seres humanos con problemas de comunicación a menudo desarrollan habilidades especiales en terrenos insospechados, como la música, las matemáticas o la pintura con los dedos de los pies. Y si Nora encajaba en alguna definición, era sin duda en la de “terreno insospechado”. Pasó allí más de 6 meses, guiada (espiritual y físicamente, según me contó con pelos y señales) por un gurú de 73 años al que se le había ido la mano fumando porros en Varanassi y “recopilando un gran número de experiencias personales que le servirían para fraguarse un futuro como escritora” (en sus propias palabras). Sus charlas apasionadas y postcoitales en los baños de la sexta siempre acababa con conclusiones semejantes en el ámbito literario. Nora consideraba su puesto en la editorial como algo natural e inevitable, en vez de una mezcla de milagro y malentendido, como nos parecía a todos los que la conocíamos. Estaba segura de que su destino era escribir, simple y llanamente.
¿Y eso por qué?– pregunté una vez.
¿Y qué otra cosa puede hacer una con lo que ha vivido… sino reescribirlo? – contestaba ella subiéndose de nuevo las bragas.
En aquella época ya hablaba bastante de su familia. Al principio temí que perteneciera a esa clase de hijos que llaman a sus progenitores por sus nombres completos. Todos hemos visto bebés de guardería berreando por “Rosalía y Curro” o “Lorenzo y Gertrudis”. Todavía mejores son aquellas en las que los orgullosos padres han recibido los nombres de alguna pareja famosa. Entonces surgen los “Fred y Ginger, quiero más chocolate” o “Isabel, dile a Fernando que me baje al parque”. Pero me equivoqué. Los seres humanos como Nora, que apenas comprenden la diferencia entre una minifalda y un cinturón, y mucho menos cuál de los dos no deben ponerse por debajo de los sobacos para ir a una reunión con su jefa, provienen de un estatus superior. Aquel en el que Papá y Mamá se llaman así el uno al otro.
Entre ellos.
En público.
Papá y Mamá tenían una empresa de comida deshidratada en Extremadura. Se dedicaban, en palabras de su propia hija, “a quitarle el agua un poco a todo”. Desde kiwis a castañas. Eran invencibles. Su alimento estrella era la cebolla seca, que por lo visto se vendía en más de 3000 establecimientos españoles y extranjeros, y que podía cuadriplicar su tamaño al entrar en contacto con cualquier líquido. Al decir esto los ojos dorados de Nora se abrían como si fuesen la citada hortaliza en pleno proceso de expansión y se clavaban en mí esperando obtener alguna onomatopeya admirativa. A mi largo suspiro seguía una inevitable enumeración de productos concentrados, donde se notaba que los prefijos estaban entre sus accidentes gramaticales favoritos: “ Fabricaban alimentos supernutritivos, multivitamínicos e hipercalóricos, ¿sabes?”. El momento en el que sus escasos conocimientos de química le permitieron concluir que aquella especie de “comida para astronautas” podía tener propiedades excitantes sobre el SNC y, por lo tanto, era susceptible de venderse a escondidas a menores en la esquina del patio del colegio donde iban los de los últimos cursos a besarse con lengua nunca me fue revelado. El tráfico duró exactamente lo que tardó un chico de 1º de BUP apodado Piña, con aparato corrector en los dientes y el nombre de su banda de hip hop preferida tatuada en el hombro, en sufrir su primera convulsión. El hecho de que fuera durante un botellón en el campo de baloncesto un viernes por la noche y el diagnóstico de epilepsia que recibió al ser estudiado por un neurólogo 2 años y 4 ataques más tarde no pareció convencer a los directores de colegio privado en el que Papa y Mamá habían depositado su confianza. Nora fue expulsada inmediatamente, aunque no lo bastante rápido para evitar una última “venta al por mayor” en la que recolectó suficiente dinero para su siguiente inversión. “Los caballos” – me explicaba sentada a horcajadas sobre el váter – “son animales con alta carga energética, capaces de expresar pensamientos complejos y de gestionar su cariño”. Yo de todo aquello no entendía nada, pero Nora podía resultar muy convincente en sus discursos dentro del aseo de caballeros, especialmente si acompañaba sus palabras con movimientos de la escobilla arriba y abajo. Lo que me quedó claro es que repetir curso no le había importado lo más mínimo y que había pasado los meses que faltaban para el siguiente septiembre en un campamento en Ecuador donde se “fortalecía activamente la relación ancestral entre el niño autista y su compañero el caballo”. “Equinoterapia”, lo llamaba. El grupo de terapeutas estaba formado, básicamente, por adictos a diferentes sectas en proceso de extinción: ex guerrilleros bolivianos, ex hippies buscando un nuevo Woodstock , ex alcohólicos reformados y mucho caballo suelto. Niños autistas que justificaran todo aquel tinglado, desafortunadamente, sólo habían encontrado dos. Nora resultó ser una pedagoga excepcional. No me extrañó mucho, pues los seres humanos con problemas de comunicación a menudo desarrollan habilidades especiales en terrenos insospechados, como la música, las matemáticas o la pintura con los dedos de los pies. Y si Nora encajaba en alguna definición, era sin duda en la de “terreno insospechado”. Pasó allí más de 6 meses, guiada (espiritual y físicamente, según me contó con pelos y señales) por un gurú de 73 años al que se le había ido la mano fumando porros en Varanassi y “recopilando un gran número de experiencias personales que le servirían para fraguarse un futuro como escritora” (en sus propias palabras). Sus charlas apasionadas y postcoitales en los baños de la sexta siempre acababa con conclusiones semejantes en el ámbito literario. Nora consideraba su puesto en la editorial como algo natural e inevitable, en vez de una mezcla de milagro y malentendido, como nos parecía a todos los que la conocíamos. Estaba segura de que su destino era escribir, simple y llanamente.
¿Y eso por qué?– pregunté una vez.
¿Y qué otra cosa puede hacer una con lo que ha vivido… sino reescribirlo? – contestaba ella subiéndose de nuevo las bragas.
3 Comments:
Sigo insistiendo, hablas como escribes, y siempre me sorprendes, como hoy.
¿O será que escribo como hablo?....
Tengo un regalito para ti...¡por incondicional, hombre!.
¡¡¡Genial!!!, yo quiero más. Siempre quiero más. Este personaje me encanta. Besos.
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