TRAICIÓN
Cuándo me preguntaban que a qué se dedicaban mis progenitores yo contestaba “Mi padre es arquitecto y mi madre es mamá”. Semejante profesión, desempeñada con la eficacia y la exactitud con la que lo hacía la mía, me parecía el colmo del orgullo. Alguien dijo que ser madre es comerse siempre el peor filete de la fuente, partirlo cuando ya está frío y dejarle además un par de trozos al perro. Es ser cocinera, psicóloga, limpiadora, amante, médico y animadora a tiempo completo. La mía, además, era secretaria de la asociación de padres de alumnos, secretaria de mi equipo de baloncesto, secretaria de la comunidad de vecinos y secretaria de su jefe. A simple vista una madre común: siempre despierta cuando yo me levantaba; siempre en las gradas para verme ganar; siempre en la puerta del colegio cuando yo terminaba las clases. Siempre antes. Pero hacía cosas que las otras no hacían. Por ejemplo, nunca me obligó a abrigarme sólo porque fuera invierno, aunque no hiciera frío. No me hizo ir al colegio una vez que le dije que no estaba enfermo, sino que simplemente no me apetecía. Una vez escribí la palabra “mierda” en una redacción y cuando el profesor quiso hablar con ella contestó que era un término necesario para construir el personaje. Lo que intento explicar, es que mi madre no me obligó a ponerme aparato en los dientes cuando el dentista dijo que hacía falta.
Mi padre era arquitecto y fan del Real Madrid. Obedecía distraídamente a su mujer, murmurando eso de que “quien pone la mesa pone las reglas”. En mi casa, en realidad, sólo existía una norma inexcusable: llevarme a entrenar los domingos por la tarde. Todos los domingos por la tarde. Los que jugaba el Real Madrid, también. La primera vez que coincidieron los eventos habló con ella, rogó y cuando fue inútil intentó cumplir, lo recuerdo bien. Andando por la calle helada, los ojos fijos al frente, él tirando de mi mano como si quisiera convencernos a los dos. Le pregunté algo y contestó enfadado. Le dije que podíamos entrar a un bar a ver el partido, le prometí que no diría nada, me paré en seco. Soltó un suspiro largísimo y de la boca le salió una carcajada enorme. Me lanzó por los aires, dio unos saltitos por la calle y se puso a hablarme muy rápido y echando gotas de saliva, como hacía en Nochevieja después de acabarse el whisky que trae el tío Ramón. “Sólo el primer tiempo y luego te llevo a entrenar, ¿eh?”. Estuvimos hasta el último minuto de la prórroga. Me bebí dos Coca-Colas y un Trinaranjus de naranja. No era el primer partido de mi vida, pero ninguno me gustó igual. Cuando volví a casa le aparté a mamá la cara cuando me quiso dar un beso, y no le dejé que me leyera un cuento antes de dormir. Papá tampoco la miró a los ojos. Desde entonces, cuando había partido el domingo nos pasábamos la hora del desayuno dándonos patadas por debajo de la mesa, y poniendo muecas, y haciéndonos más amigos que las semanas normales.
El entrenador tardó tres años en quejarse a mi madre de mis faltas. Mi padre se fue con la secretaria de otro jefe, pero eso no lo supe hasta mucho después. El tío Ramón sigue regalándome un abono de temporada en cada Navidad, aunque me empeñe en explicarle que ya no me gusta el futbol.
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