La Camorra usa a una niña como escudo humano
“En Nápoles, la ciudad dónde nací, la gente sonríe siempre” - escribe en su diario, apretando mucho letra y dedos. Es la clase. Mil lápices adolescentes moviéndose al unísono cada día, pretendiendo en ocho horas tediosas que la batalla no existe. Analissa se concentra en su pie derecho. Si quiere ser bailarina tendrá que aprender a moverse, le habían dicho. Cómo si fuera posible estar parada en la lucha. Cómo si algo ahí fuera te permitiera, alguna vez, permanecer quieta. Se estira en la silla, tacón y punta, toda ella. “Quiero irme de aquí”-anota por fuera, baila por dentro. El timbre anuncia, como cada día, el previsible final de la tregua. Nápoles espera, afilen las armas.
Sortea bailando el enjambre de motoristas y cláxones que adornan el Barrio Artesano. Entre piruetas esquiva andamios y vendedores de droga, sin estar del todo segura de haber distinguido unos de otros. Gira sobre sí misma y sobre el paseo marítimo, sabiendo que los ojos negros de las fachadas son en realidad su público. Su ciudad, su escuela de guerra, la instruyó en el arte de la mentira al nacer. 14 años de heridas le han enseñado a creérselas. Abre el portal mientras los espectadores aplauden. Hace una reverencia, y con un portazo le da la espalda al infierno.
Los sujetos 1, 2 y 3 no se conocen. Las cifras son sus nombres de combate. No saben, y nunca sabrán, que luchan en el mismo bando. Se despiertan, y su pensamiento es uno solo. Después abren los ojos, miran a su cónyuge y al mundo. Y empieza la farsa. Sonríen, para que el enemigo no note que además de la falta de órgano, duele el alma. Suena el teléfono, y en un gesto ensayado mil veces, cuentan hasta tres antes de levantar el aparato. Saben como carraspear para disimular la decepción, porque hoy no es, hoy tampoco. La derrota está un poco más cerca.
Atrincherada en su cuarto, resiste. Alza su bandera blanca, y en sus páginas escribe sobre otras muertes, nunca la suya, porque incluso entre bombas uno sigue creyéndose invencible. No nota las lágrimas hasta que no mojan el papel, y recuerda haber leído en algún sitio que hay soldados que siguen luchando antes de percatarse de las balas que les atraviesan el cuerpo. Sacude los pies, para seguir bailando.
Atardece en Nápoles. La mente, en vez del mar, se tiñe con la sangre derramada. Día pasado, día ganado. Los héroes retornan creyéndose dioses, mientras la niña desciende a la calle y a la gente. El tiempo se detiene a esa hora del día en el que el mundo entero merecería, más que nunca, estar en paz. ¿Qué tiene que hacer una ciudad para dejar de cumplir penitencia?. ¿Cuál fue su pecado?. El gesto de su interlocutor se endurece. Entonces, ella y él, cuatro ojos como uno sólo, se dirigen al mismo punto. ¿Cómo identificar la muerte?. ¿Cómo reconocer algo nunca antes visto?. Analissa piensa, o quizá cree pensar, que esos dos motoristas nacidos del humo se mueven con la belleza de una bailarina virgen. El sol le obliga a entornar los ojos, o quizá cree entornarlos, y entonces sus brazos, los de él, la rodean para empezar el baile. La niña sonríe, como hacen todos en la ciudad en la que nació y comienza la danza sin percatarse de las balas que le atraviesan el cuerpo.
A los sujetos 1, 2 y 3 les cuesta identificar la paz tras un combate que creyeron eterno. No reconocen la victoria en una batalla que dieron por pérdida hace ya tiempo, ni el órgano ajeno como víscera propia. Con el alto al fuego recuperan sus nombres, volviendo así paradójicamente, al verdadero anonimato. El héroe, sabiéndose un dios, abre los ojos...y mira a su cónyuge y al mundo. Es consciente, por vez primera, de pertenecer a un ejército invisible en lucha, cada día, en cada ciudad, en todas las ciudades. De ser parte de un animal herido al principio de los tiempos, que no deja jamás de defenderse y que se escuda, como puede, contra su enemigo la muerte.
Sortea bailando el enjambre de motoristas y cláxones que adornan el Barrio Artesano. Entre piruetas esquiva andamios y vendedores de droga, sin estar del todo segura de haber distinguido unos de otros. Gira sobre sí misma y sobre el paseo marítimo, sabiendo que los ojos negros de las fachadas son en realidad su público. Su ciudad, su escuela de guerra, la instruyó en el arte de la mentira al nacer. 14 años de heridas le han enseñado a creérselas. Abre el portal mientras los espectadores aplauden. Hace una reverencia, y con un portazo le da la espalda al infierno.
Los sujetos 1, 2 y 3 no se conocen. Las cifras son sus nombres de combate. No saben, y nunca sabrán, que luchan en el mismo bando. Se despiertan, y su pensamiento es uno solo. Después abren los ojos, miran a su cónyuge y al mundo. Y empieza la farsa. Sonríen, para que el enemigo no note que además de la falta de órgano, duele el alma. Suena el teléfono, y en un gesto ensayado mil veces, cuentan hasta tres antes de levantar el aparato. Saben como carraspear para disimular la decepción, porque hoy no es, hoy tampoco. La derrota está un poco más cerca.
Atrincherada en su cuarto, resiste. Alza su bandera blanca, y en sus páginas escribe sobre otras muertes, nunca la suya, porque incluso entre bombas uno sigue creyéndose invencible. No nota las lágrimas hasta que no mojan el papel, y recuerda haber leído en algún sitio que hay soldados que siguen luchando antes de percatarse de las balas que les atraviesan el cuerpo. Sacude los pies, para seguir bailando.
Atardece en Nápoles. La mente, en vez del mar, se tiñe con la sangre derramada. Día pasado, día ganado. Los héroes retornan creyéndose dioses, mientras la niña desciende a la calle y a la gente. El tiempo se detiene a esa hora del día en el que el mundo entero merecería, más que nunca, estar en paz. ¿Qué tiene que hacer una ciudad para dejar de cumplir penitencia?. ¿Cuál fue su pecado?. El gesto de su interlocutor se endurece. Entonces, ella y él, cuatro ojos como uno sólo, se dirigen al mismo punto. ¿Cómo identificar la muerte?. ¿Cómo reconocer algo nunca antes visto?. Analissa piensa, o quizá cree pensar, que esos dos motoristas nacidos del humo se mueven con la belleza de una bailarina virgen. El sol le obliga a entornar los ojos, o quizá cree entornarlos, y entonces sus brazos, los de él, la rodean para empezar el baile. La niña sonríe, como hacen todos en la ciudad en la que nació y comienza la danza sin percatarse de las balas que le atraviesan el cuerpo.
A los sujetos 1, 2 y 3 les cuesta identificar la paz tras un combate que creyeron eterno. No reconocen la victoria en una batalla que dieron por pérdida hace ya tiempo, ni el órgano ajeno como víscera propia. Con el alto al fuego recuperan sus nombres, volviendo así paradójicamente, al verdadero anonimato. El héroe, sabiéndose un dios, abre los ojos...y mira a su cónyuge y al mundo. Es consciente, por vez primera, de pertenecer a un ejército invisible en lucha, cada día, en cada ciudad, en todas las ciudades. De ser parte de un animal herido al principio de los tiempos, que no deja jamás de defenderse y que se escuda, como puede, contra su enemigo la muerte.
1 Comments:
Pues a mi este relato me sigue gustando mucho, no sé, será por los 10 años de ballet que no me llevaron a nada pero me encantaron. A mi la historia de esta niña y los enfermos me llega
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