Chistes de amor, cien pesetas.
Más que nacer, fuiste expulsada. Lo hiciste sólo seis minutos más tarde que tu hermana, pero fueron suficientes. Desde entonces, llegas a todo después. Te pusieron nombre de flor, o al menos eso dicen. Hace tanto que nadie lo pronuncia, que probablemente hasta tú lo hayas olvidado. Tampoco recuerdas el pueblo donde creciste, desapercibida...pero sabes que no era Madrid. Madrid fue siempre una idea. Y es que desde el principio me extrañó esa costumbre tuya de saber justo lo que no era, de identificar el desacierto con terrorífica precisión, como si ya desde el momento en que naciste con retraso se te hubiera anunciado el desarreglo que ibas a tener por vida.
Te hiciste mayor con el ojo pegado a la cerradura de una puerta. La del pajar, concretamente. Te recuerdo como una gran rodilla huesuda, acuclillada sin vergüenza ni esperanza al fondo de un pasillo con perenne olor a membrillo. Un ojo, que a fuerza de creer que la vida era ese sin vivir aplastado contra otro ojo de bronce, acabó perdiendo el abanico piloso que hasta entonces lo había adornado. Cayeron, una a una, las pestañas...como lo hacen los pétalos del nombre que nunca supiste llevar.
Creciste, te digo, como crecen los frágiles. Los años parecieron siempre abrirte el pecho a hachazos, dejándote avanzar casi en apnea a condición de que escupieras bocanadas de infancia en cada paso.
En qué triste Cenicienta te convertiste el día en que una mano abrió finalmente el mundo escondido al final del pasillo. Me atrevo a adivinar, quizá porque lo presencié, que cuando tu cuerpo chocó finalmente con el suelo del pajar, antes que el temor por saberte descubierta, probaste la nausea. Esperabas un lugar seco y cálido, pero lo que se te pegó a la mejilla fue excremento de paloma y resto de orín. Cuando te sobrevino la arcada, casi te parte en dos.
Después, ya sí. No se olvida fácilmente el sabor metálico que te segregan las glándulas y la lengua, cuando conocen el miedo. Desnudos los ojos, parpadearon tratando de enfocar. La mancha que te observaba adquirió lentamente proporciones humanas, y sus manos te levantaron convenciéndote una vez más de que no pesabas nada, de que no valías nada. Te depositó, con un dulzura que parecía pertenecer a otro, en el suelo, en la paja, en la no marcha atrás.
Muchas veces me he arrepentido de no haberme arrodillado a través de la cerradura a ese momento de la vida de otra persona en la que se escoge un camino. Fui consciente entonces, como lo soy ahora, de estar asistiendo a la pérdida de algo irrecuperable, al momento de inflexión en toda trayectoria que hace de esa amalgama de acontecimientos tu vida y no la de otro, al punto de giro que dota de cuerpo el relato. Y no me atreví. Pasaron las horas y los días al otro lado de la cerradura inmóvil, y una tarde la espía no espiada se alzó en silencio y aquel hombre al que yo continúe siempre viendo como una mancha informe la empujó hasta el coche. No olvidaré nunca aquella mano callosa cerrándose sobre la de una antigua virgen sin pestañas, que avanzaba a trompicones con una sonrisa torcida en el rostro. Otros la vieron, no sólo yo. Dijeron que era amor.
A veces pasan cosas y yo escucho. Oí de él, oí de ti, oí de Madrid. Asistí boquiabierto al relato sobre como te convertiste en heroína de las calles, y de cómo ésta casi termina contigo. Me hablaron de una dudosa princesa que regalaba aquello por lo que otras mujeres cobran, aquello que muchas no dan. Dijeron que ella lo llamaba amor.
Supe por otros de tu nuevo nombre, y de cómo luciste tu torva sonrisa hasta el momento en el que una segunda cuchillada metálica te partió, certera, el corazón en dos. No acertaste, nombre de flor, a seguir siendo sin él. Tuviste miedo, e inevitablemente la sensación fue precedida del mismo cólico abdominal que te estranguló las entrañas aquella tarde con olor a membrillo.
Nadie me preparó, sin embargo, para el día en que tus ojos sin pelo volvieron a engullir los míos. Vi a aquella anciana empujar transeúntes amontonados en la cola de un cine del centro, y no pude por menos que reparar en el desgastado traje circense que lucía. Lentejuelas rojas pedían vertiginosamente de unos tirantes raídos, para morir en el impreciso punto donde termina el pubis. Los jirones que llevaba por medias pretendían sin duda distraer la atención de unos tacones imposibles, sobre los que avanzaban, traqueteantes, las rodillas más huesudas que he visto jamás. Tu cara era la cara de un payaso triste. Te habías arañado el rostro con carmín violeta, quizá como tu nombre, hasta dibujarte la sonrisa que tu alma de niña no supo crear. El pelo, dolorosamente gris, se enfrentaba a golpes con el azul puerta de unos párpados lampiños, que se abrían y cerraban con la violencia nerviosa de cajones de oficina.
“Mi Rosa, mi Azucena, mi Margarita”-te llamé- “¿Dónde has estado?”
Tu mirada me miró. Tu mano me tendió el folio, y supongo que también fue tu voz la que dijo “Cómprelo. Vea que barata se vende hoy la felicidad”. Asentí entre lágrimas, y leí lo que unos dedos de prostituta vieja habían escrito: “Chistes de amor, cien pesetas”.
Te hiciste mayor con el ojo pegado a la cerradura de una puerta. La del pajar, concretamente. Te recuerdo como una gran rodilla huesuda, acuclillada sin vergüenza ni esperanza al fondo de un pasillo con perenne olor a membrillo. Un ojo, que a fuerza de creer que la vida era ese sin vivir aplastado contra otro ojo de bronce, acabó perdiendo el abanico piloso que hasta entonces lo había adornado. Cayeron, una a una, las pestañas...como lo hacen los pétalos del nombre que nunca supiste llevar.
Creciste, te digo, como crecen los frágiles. Los años parecieron siempre abrirte el pecho a hachazos, dejándote avanzar casi en apnea a condición de que escupieras bocanadas de infancia en cada paso.
En qué triste Cenicienta te convertiste el día en que una mano abrió finalmente el mundo escondido al final del pasillo. Me atrevo a adivinar, quizá porque lo presencié, que cuando tu cuerpo chocó finalmente con el suelo del pajar, antes que el temor por saberte descubierta, probaste la nausea. Esperabas un lugar seco y cálido, pero lo que se te pegó a la mejilla fue excremento de paloma y resto de orín. Cuando te sobrevino la arcada, casi te parte en dos.
Después, ya sí. No se olvida fácilmente el sabor metálico que te segregan las glándulas y la lengua, cuando conocen el miedo. Desnudos los ojos, parpadearon tratando de enfocar. La mancha que te observaba adquirió lentamente proporciones humanas, y sus manos te levantaron convenciéndote una vez más de que no pesabas nada, de que no valías nada. Te depositó, con un dulzura que parecía pertenecer a otro, en el suelo, en la paja, en la no marcha atrás.
Muchas veces me he arrepentido de no haberme arrodillado a través de la cerradura a ese momento de la vida de otra persona en la que se escoge un camino. Fui consciente entonces, como lo soy ahora, de estar asistiendo a la pérdida de algo irrecuperable, al momento de inflexión en toda trayectoria que hace de esa amalgama de acontecimientos tu vida y no la de otro, al punto de giro que dota de cuerpo el relato. Y no me atreví. Pasaron las horas y los días al otro lado de la cerradura inmóvil, y una tarde la espía no espiada se alzó en silencio y aquel hombre al que yo continúe siempre viendo como una mancha informe la empujó hasta el coche. No olvidaré nunca aquella mano callosa cerrándose sobre la de una antigua virgen sin pestañas, que avanzaba a trompicones con una sonrisa torcida en el rostro. Otros la vieron, no sólo yo. Dijeron que era amor.
A veces pasan cosas y yo escucho. Oí de él, oí de ti, oí de Madrid. Asistí boquiabierto al relato sobre como te convertiste en heroína de las calles, y de cómo ésta casi termina contigo. Me hablaron de una dudosa princesa que regalaba aquello por lo que otras mujeres cobran, aquello que muchas no dan. Dijeron que ella lo llamaba amor.
Supe por otros de tu nuevo nombre, y de cómo luciste tu torva sonrisa hasta el momento en el que una segunda cuchillada metálica te partió, certera, el corazón en dos. No acertaste, nombre de flor, a seguir siendo sin él. Tuviste miedo, e inevitablemente la sensación fue precedida del mismo cólico abdominal que te estranguló las entrañas aquella tarde con olor a membrillo.
Nadie me preparó, sin embargo, para el día en que tus ojos sin pelo volvieron a engullir los míos. Vi a aquella anciana empujar transeúntes amontonados en la cola de un cine del centro, y no pude por menos que reparar en el desgastado traje circense que lucía. Lentejuelas rojas pedían vertiginosamente de unos tirantes raídos, para morir en el impreciso punto donde termina el pubis. Los jirones que llevaba por medias pretendían sin duda distraer la atención de unos tacones imposibles, sobre los que avanzaban, traqueteantes, las rodillas más huesudas que he visto jamás. Tu cara era la cara de un payaso triste. Te habías arañado el rostro con carmín violeta, quizá como tu nombre, hasta dibujarte la sonrisa que tu alma de niña no supo crear. El pelo, dolorosamente gris, se enfrentaba a golpes con el azul puerta de unos párpados lampiños, que se abrían y cerraban con la violencia nerviosa de cajones de oficina.
“Mi Rosa, mi Azucena, mi Margarita”-te llamé- “¿Dónde has estado?”
Tu mirada me miró. Tu mano me tendió el folio, y supongo que también fue tu voz la que dijo “Cómprelo. Vea que barata se vende hoy la felicidad”. Asentí entre lágrimas, y leí lo que unos dedos de prostituta vieja habían escrito: “Chistes de amor, cien pesetas”.
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