Como te lo cuento:: EN EL JARDÍN

Monday, September 17, 2007

EN EL JARDÍN

Siempre supe que estaba enterrado en el jardín.

Mamá era una de esas personas a las que la gente abraza nada más conocer en vez de estrecharle la mano. Medía igual que una niña alta. No andaba muy deprisa, ni demasiado despacio, y siempre se despertaba al alba. Era de esas mujeres que nunca salen satisfechas de la peluquería pero aún así dejan propina. Vestía de negro; creía en la suerte, en los ciclos de la luna y en los números impares. Reconocería su risa entre un millón de risas, a través incluso del ruido que siento a veces dentro de la cabeza, como si todos esos pasos corriendo a la vez estuvieran ahí para abrirme el cráneo. Fue mamá la que creó “El cuarto de las camas verdes”, aquel con los colchones de color hierba donde los niños saltaban, y eran niños. Fue la primera en arrodillarse delante de esa blancura que llamaban “pared” y pintarle árboles y castillos hasta cambiarle el nombre. Todo los días venía a buscarnos al colegio, incluso cuando ambos tuvimos edad suficiente para volver solos. Caminaba por aquel patio que recordaré siempre soleado, y se hacía aún más pequeña para acercárseme y llegar al beso. Era ese el único momento del día en el que me sacaba el pulgar de la boca, porque necesitaba ambas manos para realizar la comprobación. Agarraba fuerte esa cara de la que había salido mi cara, y tiraba con todo el odio que es capaz de dar el amor. Fuerte. Tanto como para arrancarle la máscara, si es que llevaba alguna. Era un sistema impecable para asegurarme de que el caos no se había adueñado del mundo, de que existía un orden que le sobrevivía a todo, incluso a los pasos, de que algo era justo, al fin y al cabo. Y todo porque mamá seguía siendo mamá. Y yo estaba a salvo.

Papá jugaba campeonatos de ajedrez todos los domingos. Durante años trajo trofeos a casa, que nosotros colocábamos con cuidado en lo alto de un mueble donde casi no se veían. A él eso no le importaba. Un día los premios dejaron de caber sobre el armario y ya no jugó más. Cuando abrimos las ventanas del salón en primavera mira la línea perfecta de destellos dorados que descansa tan cerca del techo, y sé que disfruta sabiendo que ambas cosas, la victoria patente, y la recta, son infinitas. Afirma que lleva años sin terminar un libro o una película, porque hay un momento en la vida en la que uno ya lo ha visto todo. Entiende mejor que nadie lo que significan “indeterminado”, e “imposible”. Adora los números, ya que no traicionan. Si con él nunca hablo de los pasos es porque pertenece a esas personas que han nacido con su propio ruido sonándoles dentro del cráneo. Y lo respeto.

El recuerdo más claro que conservo de mi hermano son sus pies. Cuando se hizo demasiado mayor para caber en la cuna, mi madre lo acostó a mi lado durante todo un año susurrándome en el oído: “sólo hasta que compremos otra cama”. Después el guiño, la caricia, el beso. Nos colocaba invertidos, igual que en los viajes largos en coche, de forma que las rodillas huecas y diminutas se alojaban en mi entrante del pecho, y sus pies blancos subían y bajaban con la respiración justo a la altura de mis ojos. Nunca le vi realizar los gestos, pero durante mese los oí cada noche de forma que ahora me cuesta trabajo reconocer que sólo los imaginaba. Una vez en la postura de “los fetos encajados”, como a mi madre le gustaba llamarla, mi hermano tomaba aire con fuerza, y después se llevaba un dedo a la boca, mientras su otra mano me rodeaba el tobillo y lo cubría de caricias de bebé grande, de cría de cigüeña, de naufrago. Yo miraba aquellas uñitas en alerta y rezaba sin saber para que el mundo se detuviera un instante, porque tanta fragilidad me era a la vez preciosa e insoportable, y me dormía sumido en un tipo de felicidad que se parece mucho al miedo.

El día del accidente no llovió. Tampoco era de noche, ni el conductor había bebido. No llegábamos tarde, ni habíamos decidido cambiar la ruta habitual en el último momento. Mi hermano no estuvo a punto de dejar la pelota en casa, ni yo me entretuve más tiempo del debido en atarme los cordones. No hubo, por lo tanto, historia maldita a la que aferrarse luego, no hubo conjuro, no hubo magia. La pupila registró el balón rodando cuesta abajo, y quiso soñar la lluvia, la oscuridad, el olor a alcohol, los cordones. La realidad archivó un niño aplastado a los pies de su hermano...y aún ahora se pregunta quien es el muerto.

Estoy tumbado y despierto. Cada día escucho suelas de zapatos rodeándome, deteniéndose firmemente sobre mi cabeza, jugando a creer que el suelo no puede caerse, fingiendo que no sienten los ojos de sus muertos atravesándoles los pies. Y sé que más allá del jardín hay un cuarto con árboles pintados, y una hilera de victoria que sobrevive al polvo, y un cuerpo encajado en el aire, anclado a unos tobillos invisibles, que espera.

1 Comments:

Blogger EXASPERADAS said...

gustan tus palabras, rapidas concisas rotundas, llenas de botones que prenden la memoria
LUIS LUERA

5:05 AM  

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