Como te lo cuento:: DE TU AMOR POR LAS VENTANAS QUE DAN AL CIELO

Tuesday, June 26, 2007

DE TU AMOR POR LAS VENTANAS QUE DAN AL CIELO

Para Gra:
Si alguien merece una vida que empiece por “Érase una vez”, esa eres tú.

Érase una vez un lugar crecido en la lluvia, un sitio donde la tarde se viste de noche y el sosiego no acierta a ser otra cosa que verde. Galicia, tierra de meigas, madre de una criatura de ojos enormes y siempre abiertos, de cuerpo construido en la palabra. Niña detenida en los quince años, gracias a que esto es un cuento, y aquello que se quiere puede ser eterno. Y mi ofrenda no es sólo un relato, sino que además te regalo una infancia de domingos cazando ranas, de rodillas pintadas de barro y sangre, de olas abriéndote las fosas nasales, la boca y el alma hasta hacerte llorar y saber a sal, de cartas de amor escritas en cuadernillos de cuadrículas, de agua. Te regalo la desventaja de entender un poco más rápido, siempre un poco más rápido, y una linterna de esas que sólo funcionan a veces para que puedas creer que tus padres no adivinan tu forma leyendo bajo la manta a oscuras, para que nunca sepas que te ven y sonríen. Te regalo una casona de techos altos, hierba y perros, de las que aún estando en el pueblo parecen erguirse solas en el mundo, con huerto y algo siempre en el fuego a punto de hervir. Un refugio con su desván encantado, su baúl de disfraces, su piano de cola. Te regalo un diario con candado, un cine de verano plagado de sillas de metal y pipas, y un primer beso que te hizo entender que hay veces en la vida en que faltan adjetivos. Y sobre todo, te regalo a Juan.
Al principio sólo lo veías en el colegio; chicos y chicas separados por una valla gris. Descansaba en el patio apoyado en la verja, empujándola como si quisiera incrustarse en ella mientras abrazaba un libro. Todavía hoy, con los quince años recién cumplidos que llevas teniendo toda la vida, no consigues evocar su espalda sin imaginártela pintada de rombos casi negros y sabor a recreo. Durante meses lo observaste con rabia dulce, probando la misma sensación de urgencia del que necesita hacer pis, pero con un tipo de calor muy distinto mordiéndote los muslos. Pasaron meses (porque ya hemos dicho que a tu edad el tiempo es eterno; la espalda de Juan es eterna), antes de que pudieras si quiera pensar en atreverte. Vestido azul sobre hierba verde, flequillo cortado por mamá, belleza de la que no eras consciente. Todo eso avanzó hasta el chico que leía, queriendo que se fuera, sabiendo que saldría mal...equivocándote. Te dejaste caer, e imitando la postura acaracolada de él, te encogiste en tu lado de mundo...y apoyaste la nuca en la suya como el que deja una huella.
Día tras día, el encuentro. No faltó ni sobró nada: sin palabras, sin miradas y sin rostros os fuisteis conociendo a través de esa frontera insalvable que separa todos los cuerpos adolescentes. Metías tu cuello en su cuello, e invariablemente registrabas el sobresalto del que se sabe esperado. Y una vez allí, simplemente respirabais el silencio juntos hasta que había que irse y empezar a contar de nuevo los minutos que faltaban para el otro mañana, para el bendito lunes, para el fin de las vacaciones y el regreso al trozo del otro que encajaba en el vuestro.

Y entonces se cayó el techo.

Juan vivía en la última casa de la Travesía de San Justo, la de las farolas siempre rotas. Su cuarto daba a la calle, con un balcón en el que solía asomarse más gente de la que parecía caber. Dijeron que el edificio era demasiado antiguo, que tarde o temprano tenía que ocurrir una desgracia. Dijeron que era una lástima por el muchacho, así tan joven y ya sin familia, que era un milagro haber sobrevivido. Dijeron que tenía parientes en la capital que se ocuparían de él y que “Dios te bendiga, joven”, y “¿quién sabe si volveremos a verlo?”. Y tú callaste...Gra, ¿te acuerdas?, como callas ahora, porque hay un tipo de dolor que sólo se contiene en el silencio. Y fue la última noche, y Juan partía al alba, y tú no acertabas a llorar, y tuviste que ir y fuiste. Recorriste a oscuras el callejón flanqueado por bombillas apagadas, sin pararte a pensar si la sensación que se te recostaba en la nuca donde faltaba él era o no miedo. Llegaste hasta la fachada, perfectamente en pie, como una burla inmensa. Subiste por los restos de escalera hasta un saliente al borde de la ventana, y miraste para ver lo que él veía. Y tus ojos encontraron los ojos de alguien acuclillado en la calle negra, en una postura que conocías simplemente porque era tuya. Y esa vez no se giró, ni te giraste. Respirasteis el silencio juntos, con la luna llena entrando por el techo hueco y volviéndote dorada. Y entonces, despacito, dejaste ir el vestido azul.
Cayeron el sostén y las bragas, y las pupilas se movieron como la llama de una vela. Y sin tocaros, bajo aquel foco de estrellas, hicisteis el amor durante toda la eternidad.

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