LO MISMO
Siempre tomaba dos. Dos vinos, dos cortados, dos whisky solos. No parecía habituada a quedarse con las ganas. De nada. Durante períodos acudía al bar casi a diario. Mesa junto a la ventana. Sentada con la espalda erguida, un libro. Dos, quiero decir. Impecablemente vestida, impecablemente peinada, impecablemente impecable. Discurso y edad, impredecibles. Una vez le pregunté que a qué se dedicaba. Sonrió como sólo saben hacerlo las mujeres maduras, y entonces entendí que no tendría más de 25 años. –“Ahora hago un poco de todo. Pero es temporal. Cuando sea mayor pienso ser escritora”. Desapareció igual que aparecía: de repente. Pero la frase quedó. Era una de esas mujeres que saben olvidarse algo a propósito. “Cuando sea mayor...”.
Años más tarde....llovía. Cerré sin percatarme de que nunca volvería a abrir el bar de la misma manera. Fue uno de esos momentos a los que a uno le gustaría volver. Justo, justo antes de lo irrepetible. ¿Por qué tendrán esos instantes la costumbre de presentarse en situaciones siempre repetidas?. Mentimos al decir que nos gustaría rememorar el cambio. Lo que de verdad queremos es volver al yo, al que éramos entonces y ya no somos más. Por suerte o por desgracia, esta vida va sobre nosotros. Me atrevería incluso a afirmar que va sobre mí. De pequeño inventé un juego que todavía practico: antes de viajar a un sitio por primera vez disfrutaba inventando hasta el último de sus detalles. Todo. Casas, personas, pomos de puertas. Durante mi estancia empleaba cada noche en mantener intacta en mi memoria la imagen preconcebida que había traído conmigo. Superponía realidad y ficción tanto tiempo cómo era posible, antes de terminar olvidando por completo aquello que creía que iba a encontrar para sustituirlo por lo que de verdad encontraba. En contra de lo que muchos piensan, la experiencia jamás decepcionaba. No era un “esto debería haber sido”. Es más simple que eso. Era otra oportunidad. ¿No es acaso lo que andamos siempre pidiendo a gritos?. Volviendo a aquella noche, a la única noche con su única lluvia, diré que primero fue el olor. Oí, degusté y palpé su olor. La imaginé esperando en la acera de enfrente, bajo una farola de luz casi onírica, entre el amarillo y el rosa. Después me giré. La vi esperando en la acera de enfrente, bajo una farola de luz casi onírica, entre el amarillo y el rosa. Y entonces ya supe. Pretendí no saber, claro. Pero la cuestión es que yo ya no era yo. Y eso se nota después, por supuesto...¿pero quién no pagaría por revivir la metamorfosis?. Nacemos y morimos con un único anhelo: que el intervalo la albergue.
Recuerdo que hablamos. Recuerdo que poco. Ni muerto sabría decir sobre qué. Una calle a oscuras, un farol naranja sobre dos espaldas cada vez más empapadas. Almas que buscan cuerpos. Desde entonces, cada vez que el cielo anuncia tormenta me viene a la cabeza una frase dicha por alguien importante: “Lo había imaginado cientos de veces, nunca así...y sin embargo no eché nada en falta”. Caminamos hasta mi apartamento como lo hace la gente feliz. No recuerdo haberme cansado nunca tanto subiendo cinco pisos en ascensor. Buscamos la cama porque la necesitábamos, como se necesita comer, y dormir, y saber. Encontramos en el otro lo que llevábamos tanto buscando en nosotros mismos. Y no bastó. Hay momentos en la vida en que se te otorga el conocimiento único de saberte en tu lugar. Estás justo donde estás. Encajando, en el sentido más físico del término. De hecho, no se concibe significado (¡ni mundo!) más allá de lo físico. Y si reconoces el instante es precisamente porque te faltan palabras para agradecerlo suficiente. Huecos que se llenan, sombras que se aclaran...y ese tipo de sexo que empieza a llamarse de otra manera. Noches que duran toda la vida. De nuevo, por suerte o por desgracia. Antes de marcharse, sólo preguntó: “¿De qué hablarías tú si te pidieran que escribas sobre “Lo Mismo?”. No contesté. Entonces, quiero decir.
Años más tarde...llovía. Eran otra ciudad, y otra edad. Ambas a kilómetros de distancia. Cogí un tren, miré por la ventana, la vi. Impecablemente vestida, impecablemente peinada, impecablemente impecable. Con dos libros en el bolso, seguro. Dentro de un vagón, con algo que se parecía a un mar de vías separándonos. Supe que acababa de llegar de algún sitio y ya se disponía a partir hacía el siguiente. Era ese tipo de persona. Sonreímos. El uno al otro, quiero decir. Caminamos hasta el descansillo. Intentamos infructuosamente abrir las puertas. Movió la boca varías veces. Supongo que yo también. No entendimos. Mi tren comenzó a moverse. Maldita manía ésta de la vida, la de siempre seguir. Sopló en el cristal y escribió con el dedo. Recuerdo haber leído algo sobre el hecho de que los verdaderos escritores lo hacen siempre con la mano. Escribir, quiero decir. Deletreó: “S-o-y m-a-y-o-r”. Entonces ya supe. “¿E-s-c-r-i-b-e-s?”. “De todo”-respondió-“Excepto de “Lo Mismo”. Creo que sigo sin comprender...”. Nunca leí el final de la frase. Es por eso que nacemos, ¿no?. De ahí la eterna rebelión contra la Muerte. Viajamos con la perenne sensación de que nos queda algo por terminar de leer. Yo sí entendí. A qué nos referimos cuando hablamos de “Lo Mismo”, quiero decir. Y por eso lo escribo.
Años más tarde....llovía. Cerré sin percatarme de que nunca volvería a abrir el bar de la misma manera. Fue uno de esos momentos a los que a uno le gustaría volver. Justo, justo antes de lo irrepetible. ¿Por qué tendrán esos instantes la costumbre de presentarse en situaciones siempre repetidas?. Mentimos al decir que nos gustaría rememorar el cambio. Lo que de verdad queremos es volver al yo, al que éramos entonces y ya no somos más. Por suerte o por desgracia, esta vida va sobre nosotros. Me atrevería incluso a afirmar que va sobre mí. De pequeño inventé un juego que todavía practico: antes de viajar a un sitio por primera vez disfrutaba inventando hasta el último de sus detalles. Todo. Casas, personas, pomos de puertas. Durante mi estancia empleaba cada noche en mantener intacta en mi memoria la imagen preconcebida que había traído conmigo. Superponía realidad y ficción tanto tiempo cómo era posible, antes de terminar olvidando por completo aquello que creía que iba a encontrar para sustituirlo por lo que de verdad encontraba. En contra de lo que muchos piensan, la experiencia jamás decepcionaba. No era un “esto debería haber sido”. Es más simple que eso. Era otra oportunidad. ¿No es acaso lo que andamos siempre pidiendo a gritos?. Volviendo a aquella noche, a la única noche con su única lluvia, diré que primero fue el olor. Oí, degusté y palpé su olor. La imaginé esperando en la acera de enfrente, bajo una farola de luz casi onírica, entre el amarillo y el rosa. Después me giré. La vi esperando en la acera de enfrente, bajo una farola de luz casi onírica, entre el amarillo y el rosa. Y entonces ya supe. Pretendí no saber, claro. Pero la cuestión es que yo ya no era yo. Y eso se nota después, por supuesto...¿pero quién no pagaría por revivir la metamorfosis?. Nacemos y morimos con un único anhelo: que el intervalo la albergue.
Recuerdo que hablamos. Recuerdo que poco. Ni muerto sabría decir sobre qué. Una calle a oscuras, un farol naranja sobre dos espaldas cada vez más empapadas. Almas que buscan cuerpos. Desde entonces, cada vez que el cielo anuncia tormenta me viene a la cabeza una frase dicha por alguien importante: “Lo había imaginado cientos de veces, nunca así...y sin embargo no eché nada en falta”. Caminamos hasta mi apartamento como lo hace la gente feliz. No recuerdo haberme cansado nunca tanto subiendo cinco pisos en ascensor. Buscamos la cama porque la necesitábamos, como se necesita comer, y dormir, y saber. Encontramos en el otro lo que llevábamos tanto buscando en nosotros mismos. Y no bastó. Hay momentos en la vida en que se te otorga el conocimiento único de saberte en tu lugar. Estás justo donde estás. Encajando, en el sentido más físico del término. De hecho, no se concibe significado (¡ni mundo!) más allá de lo físico. Y si reconoces el instante es precisamente porque te faltan palabras para agradecerlo suficiente. Huecos que se llenan, sombras que se aclaran...y ese tipo de sexo que empieza a llamarse de otra manera. Noches que duran toda la vida. De nuevo, por suerte o por desgracia. Antes de marcharse, sólo preguntó: “¿De qué hablarías tú si te pidieran que escribas sobre “Lo Mismo?”. No contesté. Entonces, quiero decir.
Años más tarde...llovía. Eran otra ciudad, y otra edad. Ambas a kilómetros de distancia. Cogí un tren, miré por la ventana, la vi. Impecablemente vestida, impecablemente peinada, impecablemente impecable. Con dos libros en el bolso, seguro. Dentro de un vagón, con algo que se parecía a un mar de vías separándonos. Supe que acababa de llegar de algún sitio y ya se disponía a partir hacía el siguiente. Era ese tipo de persona. Sonreímos. El uno al otro, quiero decir. Caminamos hasta el descansillo. Intentamos infructuosamente abrir las puertas. Movió la boca varías veces. Supongo que yo también. No entendimos. Mi tren comenzó a moverse. Maldita manía ésta de la vida, la de siempre seguir. Sopló en el cristal y escribió con el dedo. Recuerdo haber leído algo sobre el hecho de que los verdaderos escritores lo hacen siempre con la mano. Escribir, quiero decir. Deletreó: “S-o-y m-a-y-o-r”. Entonces ya supe. “¿E-s-c-r-i-b-e-s?”. “De todo”-respondió-“Excepto de “Lo Mismo”. Creo que sigo sin comprender...”. Nunca leí el final de la frase. Es por eso que nacemos, ¿no?. De ahí la eterna rebelión contra la Muerte. Viajamos con la perenne sensación de que nos queda algo por terminar de leer. Yo sí entendí. A qué nos referimos cuando hablamos de “Lo Mismo”, quiero decir. Y por eso lo escribo.
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