REFUGIOS
Lo primero que noté después de tomar las setas es que la realidad me apretaba los gemelos como unas botas demasiado ajustadas. Lo siguiente en demandar su parcela de atención fueron los tirantes del sujetador, que pronto parecieron pertenecer más a mi cuerpo que mi cuerpo mismo, y pesaron más de lo que los hombros humanos (que, creo, me pertenecían) eran capaces de aguantar. Muy pronto estuvo claro que el viaje había comenzado, que todo había comenzado, y la idea de sentarme para llegar por completo al otro lado, resultó ser, sencillamente, la única posibilidad cierta...en un mundo que ya sólo albergaba certezas.
La placita no existía hasta que no llegué a ella, y dejó de hacerlo en el momento mismo en que me fui. Crucé la hilera de bancos para unirme a los espectadores de aquel teatro recientemente concebido, que sin embargo parecía llevar ahí toda la vida...esperando. La realidad del otro lado se presentaba ante mí selectivamente, haciéndome ver sólo lo que debía ser visto, sin esfuerzos ni pretensiones, sin prisas...pero también sin equívocos. Era el viaje el que me guiaba a través de sí mismo, porque no podía ser de otra manera. La naturaleza de la realidad era sueño, o viceversa. Los límites eran evidentes y el mundo de fuera (¿qué mundo?; ¿qué fuera?) no podía traspasarlos...y es que había elementos, que, simplemente, ya no cabían en aquel lugar construido con detalles.
Al contrario de lo que le sucedía a Isa, para mí el hecho de que la felicidad hubiera venido envasada en botes de plástico de 30 gramos no era sino un dato irrelevante, un trámite como otro cualquiera para llegar a un sitio al que estaba abocada, de una u otra manera, a llegar. Era un hecho innegable, sí...como innegable era la estructura formada por el tobogán y las anillas, el almohadillado negro que los aislaba del suelo adoquinado o los colores fosforescentes que interconectaban entre sí. Innegables éramos los espectadores que aguardábamos la llegada del viento, o de la música, o de un color que teñía todo el conjunto, para que la escena cobrara de nuevo, o por primera vez, o como siempre desde el principio...sentido.
En la placita, sonidos, sentimientos y formas eran la misma cosa. Y esa revelación ni siquiera resultaba sorprendente. En realidad Isa y yo siempre habíamos sabido que todo está relacionado, que existen múltiples llaves pero que sólo algunas abren de verdad puertas y que los desconocidos pueden ser nuestros cómplices con sólo una mirada...e incluso sin ella. ¿Es qué había alguien que no lo supiera?. ¿No es maravilloso que el suelo espere al viento para convertirse en mar, que los astronautas bajen a pasear por la tierra o que serpientes amarillas pueblen rostros infantiles para indicarles el modo de zambullirse, de cabeza, en esa realidad que a veces llamamos sueño?.
La estructura de la placita era evidente y funcional. El decorado de fondo lo constituían la iglesia y los árboles con zapatos colgantes. El centro mismo, como debe ser, estaba a la izquierda, listo para convertirse en todas las cosas de tu vida y en ninguna en concreto. No se me ocurre mejor definición. Después venía el tráfico de piedras grises, y por último nosotros (la mujer de pantalones amarillos, el hombre de la mirada, las chicas de la risa...), el público. El mercado holandés que nos rodeaba completaba aquella suerte de bunker universal. Era el refugio que encontré una vez en el fondo de una mar lejano; totalmente real...como todo lo inexistente.
Nadie ignoraba que la representación tocaría alguna vez a su fin, que los niños volverían a casa, el mercado retiraría sus espejos colgantes y tú necesitarías de nuevo el cuerpo que ya no sentías porque no hacía falta para volver andando a ese lugar donde nos preocupamos por lo que no importa. El conocimiento estaba allí desde el principio: aunque el movimiento era el hilo conductor del viaje, las cosas no aparecían, sino que su materialización transcurría siempre antes. Los pensamientos se instalaban sin que los notases llegar, las cosas que pasaban llevaban mucho tiempo pasando, y el mundo era, por una vez y para siempre, maravillosamente lento, armónico, casi acuoso.
Y en algún momento fue el fin, pero tampoco importa. Todo está bien, en un después como éste. Abandonamos la placita, para siempre pero sólo hasta la próxima vez. Al masticar el mejor apple pie de Ámsterdam tuve la sensación de que era otro el que lo estaba haciendo por mi. Me encontraba en un lugar impreciso entre dos mundos, y lo único que sabía es que en ese momento no pertenecía a ninguno. Isa y yo caminamos llevando las bicis a nuestro lado, exhaustas y juntas. Volvíamos de muy lejos y era normal que nos pesaran las piernas, y la ropa, y la mente. Pero el fuera del regreso resultó ser un fuera magnánimo, y como último regalo del día nos otorgó un paseo entre ocas y conejos hasta el borde mismo de un canal que parecía morir en la paz infinita. La luz anaranjada de ese único atardecer era tan real como sólo puede ser lo que proviene del otro lado. Y nos fuimos sabiéndonos rodeadas de puertas.
La placita no existía hasta que no llegué a ella, y dejó de hacerlo en el momento mismo en que me fui. Crucé la hilera de bancos para unirme a los espectadores de aquel teatro recientemente concebido, que sin embargo parecía llevar ahí toda la vida...esperando. La realidad del otro lado se presentaba ante mí selectivamente, haciéndome ver sólo lo que debía ser visto, sin esfuerzos ni pretensiones, sin prisas...pero también sin equívocos. Era el viaje el que me guiaba a través de sí mismo, porque no podía ser de otra manera. La naturaleza de la realidad era sueño, o viceversa. Los límites eran evidentes y el mundo de fuera (¿qué mundo?; ¿qué fuera?) no podía traspasarlos...y es que había elementos, que, simplemente, ya no cabían en aquel lugar construido con detalles.
Al contrario de lo que le sucedía a Isa, para mí el hecho de que la felicidad hubiera venido envasada en botes de plástico de 30 gramos no era sino un dato irrelevante, un trámite como otro cualquiera para llegar a un sitio al que estaba abocada, de una u otra manera, a llegar. Era un hecho innegable, sí...como innegable era la estructura formada por el tobogán y las anillas, el almohadillado negro que los aislaba del suelo adoquinado o los colores fosforescentes que interconectaban entre sí. Innegables éramos los espectadores que aguardábamos la llegada del viento, o de la música, o de un color que teñía todo el conjunto, para que la escena cobrara de nuevo, o por primera vez, o como siempre desde el principio...sentido.
En la placita, sonidos, sentimientos y formas eran la misma cosa. Y esa revelación ni siquiera resultaba sorprendente. En realidad Isa y yo siempre habíamos sabido que todo está relacionado, que existen múltiples llaves pero que sólo algunas abren de verdad puertas y que los desconocidos pueden ser nuestros cómplices con sólo una mirada...e incluso sin ella. ¿Es qué había alguien que no lo supiera?. ¿No es maravilloso que el suelo espere al viento para convertirse en mar, que los astronautas bajen a pasear por la tierra o que serpientes amarillas pueblen rostros infantiles para indicarles el modo de zambullirse, de cabeza, en esa realidad que a veces llamamos sueño?.
La estructura de la placita era evidente y funcional. El decorado de fondo lo constituían la iglesia y los árboles con zapatos colgantes. El centro mismo, como debe ser, estaba a la izquierda, listo para convertirse en todas las cosas de tu vida y en ninguna en concreto. No se me ocurre mejor definición. Después venía el tráfico de piedras grises, y por último nosotros (la mujer de pantalones amarillos, el hombre de la mirada, las chicas de la risa...), el público. El mercado holandés que nos rodeaba completaba aquella suerte de bunker universal. Era el refugio que encontré una vez en el fondo de una mar lejano; totalmente real...como todo lo inexistente.
Nadie ignoraba que la representación tocaría alguna vez a su fin, que los niños volverían a casa, el mercado retiraría sus espejos colgantes y tú necesitarías de nuevo el cuerpo que ya no sentías porque no hacía falta para volver andando a ese lugar donde nos preocupamos por lo que no importa. El conocimiento estaba allí desde el principio: aunque el movimiento era el hilo conductor del viaje, las cosas no aparecían, sino que su materialización transcurría siempre antes. Los pensamientos se instalaban sin que los notases llegar, las cosas que pasaban llevaban mucho tiempo pasando, y el mundo era, por una vez y para siempre, maravillosamente lento, armónico, casi acuoso.
Y en algún momento fue el fin, pero tampoco importa. Todo está bien, en un después como éste. Abandonamos la placita, para siempre pero sólo hasta la próxima vez. Al masticar el mejor apple pie de Ámsterdam tuve la sensación de que era otro el que lo estaba haciendo por mi. Me encontraba en un lugar impreciso entre dos mundos, y lo único que sabía es que en ese momento no pertenecía a ninguno. Isa y yo caminamos llevando las bicis a nuestro lado, exhaustas y juntas. Volvíamos de muy lejos y era normal que nos pesaran las piernas, y la ropa, y la mente. Pero el fuera del regreso resultó ser un fuera magnánimo, y como último regalo del día nos otorgó un paseo entre ocas y conejos hasta el borde mismo de un canal que parecía morir en la paz infinita. La luz anaranjada de ese único atardecer era tan real como sólo puede ser lo que proviene del otro lado. Y nos fuimos sabiéndonos rodeadas de puertas.
1 Comments:
el hecho de que aún recuerde la placita puede ser un síntoma de que existió? he pasado varias veces por ella y no parece la misma...
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