Como te lo cuento:: November 2008

Saturday, November 08, 2008

EN EL BAR

Si yo fuese un bar no se me encontraría nunca a la primera, no. Me descolgaría por el borde de un barranco de arena roja, o borraría el camino que lleva a mi cala perdida, o no se lo diría a nadie. Sería uno de esos que contienen la sombra que le falta al resto del pueblo; y me llenaría de espacio aún estando situado en el peor apretón de ladrillo y calle. No habría nada colgado en el dintel de la puerta para que sonara al abrirla; definitivamente, no vendría nadie que usase la palabra “dintel”. Tendría señoras con sombrero de plumas; tendría fichas de colores tiradas por el suelo; habría montones de dados con más de un seis. Si yo fuese un bar, abriría el día del eclipse, el día del concierto de Año Nuevo, el de la primera regla de mi mejor amiga. Los batidos de papaya y otras frutas con nombre de pájaro se reflejarían en los espejos que llegan al techo, al igual que los suspiros de las damas de antes sorbiendo su ginger- ale…si yo fuese un bar, lo llenaría de damas de antes. No se vería el mar, pero se pensaría en la playa por la arena que traen los chicos en el pelo y las niñas rubias entre los dedos pintados de los pies. El hombre del final de la barra, el de la misma camisa y la misma mancha, no estaría siempre solo. Le pondría a veces un carrito de bebé al lado, para que dijera justo ahí su primera palabra; o dejaría entrar al Chiqui, su antiguo vecino del barrio, todavía con un montón de cromos atados por una goma del pelo. Si yo fuese un bar, fuera se escucharía siempre la lluvia. No olería a víscera cocida. No olerían a tabaco todas las nucas. Uno no estaría siempre en el camino del baño. Sentaría en la misma mesa a los personajes secundarios, y les daría de mi pan y de mi vino; aquellos que conocemos por trabajar en la esquina de todos los relatos, se mirarían por fin, justo en el centro de mi bar: el vendedor de periódicos, la florista, el de los cupones de lotería. Hablarían del colegio de sus hijos; del partido de futbol. Se llamarían por sus nombres verdaderos. Ella iría al tocador (usaría justo ese término: “tocador”) y se repasaría los labios. Se rozarían accidentalmente las manos al brindar por primera vez. Pensarían que es una pena no tomarse algo juntos más a menudo. Se frotarían a propósito las manos al brindar por segunda vez. La mañana siguiente vendrían los madrugadores habituales a por su cortado con leche fría, y comentarían extrañados que ese día las noticias, las rosas y la suerte se repartían gratis, y en la esquina, para todos. Si yo fuese un bar averiguaría que va mal en esos vecinos que nunca hacen ruido. Me preocuparían menos las velas aromáticas y más el papel higiénico. Habría una ronda gratis el último día de curso. Habría una ronda gratis el primer día de otoño. Mi camarero le preguntaría a todas las mujeres con bolsas de la compra cómo están. Sabría lo que beben los dos de la ventana; sabría que ambos creen que es para toda la vida. Mantendría la silla del fondo libre por si vuelve aquella de la minifalda de cuadros que un día pasó todas las páginas de su libro una a una, sin leer una palabra, sólo llevándoselas a la nariz y aspirando fuerte. Tendría un cartel blanco con letras rojas sobre la barra: “Prohibido sentirse culpable”. Si yo fuese un bar, colocaría butacones anchos para que a Doña Manuela, la de panadería, le cupiera todo el culo en la silla. Le pondría un gin tonic a la profesora de lengua que siempre pide té y lo bebe a sorbitos mientras llora corrigiendo exámenes. Tendría bien visible y en un marco la foto firmada de aquel desconocido con caspa en los hombros que me aseguró que la mañana siguiente sería famoso.

Si yo fuese un bar invitaría a todos los presentes, a esos que han seguido buscando después de no haberme encontrado a la primera, a una última ronda.