Como te lo cuento:: December 2011

Sunday, December 25, 2011

TRAICIÓN

Cuándo me preguntaban que a qué se dedicaban mis progenitores yo contestaba “Mi padre es arquitecto y mi madre es mamá”. Semejante profesión, desempeñada con la eficacia y la exactitud con la que lo hacía la mía, me parecía el colmo del orgullo. Alguien dijo que ser madre es comerse siempre el peor filete de la fuente, partirlo cuando ya está frío y dejarle además un par de trozos al perro. Es ser cocinera, psicóloga, limpiadora, amante, médico y animadora a tiempo completo. La mía, además, era secretaria de la asociación de padres de alumnos, secretaria de mi equipo de baloncesto, secretaria de la comunidad de vecinos y secretaria de su jefe. A simple vista una madre común: siempre despierta cuando yo me levantaba; siempre en las gradas para verme ganar; siempre en la puerta del colegio cuando yo terminaba las clases. Siempre antes. Pero hacía cosas que las otras no hacían. Por ejemplo, nunca me obligó a abrigarme sólo porque fuera invierno, aunque no hiciera frío. No me hizo ir al colegio una vez que le dije que no estaba enfermo, sino que simplemente no me apetecía. Una vez escribí la palabra “mierda” en una redacción y cuando el profesor quiso hablar con ella contestó que era un término necesario para construir el personaje. Lo que intento explicar, es que mi madre no me obligó a ponerme aparato en los dientes cuando el dentista dijo que hacía falta.

Mi padre era arquitecto y fan del Real Madrid. Obedecía distraídamente a su mujer, murmurando eso de que “quien pone la mesa pone las reglas”. En mi casa, en realidad, sólo existía una norma inexcusable: llevarme a entrenar los domingos por la tarde. Todos los domingos por la tarde. Los que jugaba el Real Madrid, también. La primera vez que coincidieron los eventos habló con ella, rogó y cuando fue inútil intentó cumplir, lo recuerdo bien. Andando por la calle helada, los ojos fijos al frente, él tirando de mi mano como si quisiera convencernos a los dos. Le pregunté algo y contestó enfadado. Le dije que podíamos entrar a un bar a ver el partido, le prometí que no diría nada, me paré en seco. Soltó un suspiro largísimo y de la boca le salió una carcajada enorme. Me lanzó por los aires, dio unos saltitos por la calle y se puso a hablarme muy rápido y echando gotas de saliva, como hacía en Nochevieja después de acabarse el whisky que trae el tío Ramón. “Sólo el primer tiempo y luego te llevo a entrenar, ¿eh?”. Estuvimos hasta el último minuto de la prórroga. Me bebí dos Coca-Colas y un Trinaranjus de naranja. No era el primer partido de mi vida, pero ninguno me gustó igual. Cuando volví a casa le aparté a mamá la cara cuando me quiso dar un beso, y no le dejé que me leyera un cuento antes de dormir. Papá tampoco la miró a los ojos. Desde entonces, cuando había partido el domingo nos pasábamos la hora del desayuno dándonos patadas por debajo de la mesa, y poniendo muecas, y haciéndonos más amigos que las semanas normales.

El entrenador tardó tres años en quejarse a mi madre de mis faltas. Mi padre se fue con la secretaria de otro jefe, pero eso no lo supe hasta mucho después. El tío Ramón sigue regalándome un abono de temporada en cada Navidad, aunque me empeñe en explicarle que ya no me gusta el futbol.

Monday, December 05, 2011

AQUELLO A LO QUE SOLÍAMOS JUGAR

Me preparo bien.

Sé lo que puedo hacer antes de jugar.

Estoy siempre seguro.

- Bobby Fischer -


No se nos habría ocurrido si no hubiésemos sido tan guapos. Nunca se nos habría ocurrido si no hubiésemos tenido 15 años, y sólo porque era verano y vivíamos en una urbanización de esas donde todo el mundo se conoce desde pequeño pero nadie sabe los apellidos de nadie, ni dónde vive el resto del año, ni a qué se dedican sus padres… y al principio porque iba a ser sólo una vez.

Pero eso lo dijimos al principio.

Supe que tú producías ese efecto mucho antes de darme cuenta de que yo también. Es algo que va más allá de la boca de uno, de la nariz de uno, de los ojos de uno. Es algo que está en la forma de reaccionar de los otros antes tu boca, tu nariz, tus ojos. Un día te despiertas sabiéndolo. Un día te levantas de la cama y tienes superpoderes: mejor que la visión nocturna, que volar. Mejor que poder trepar por la fachada de los edificios. Hay una cosa mejor que poder hacerte invisible.

Ser visible. Siempre, para todos.

Visible para todas.

Mezcla estos ingredientes y tendrás una bomba atómica: playa, agosto, chicas con tetas nuevas apretándoles las camisetas como si llevarán los botones del revés. Grandes grupos de casi mujeres que salen en manadas desorientadas cuando se pone el sol. Todas esas cosas que empiezan a existir esas noches y que aún no tienen nombre. Deberían llamarse de un modo especial, las noches a esa edad.

Y luego nosotros dos.

El tiempo pasa distinto en las urbanizaciones de verano. El último día de un agosto vas al colegio. El primer día del siguiente, a la universidad. Un día, soltero. Al siguiente, casado. Y después, muy rápido, separado, divorciado, viudo. Vértigo.

Para nosotros dos, para todos los que tenían 15 años, quiero decir, para todo el mundo que se termina y empieza a los 15 años, los otros 11 meses no existían. El último día del agosto anterior, niños. Y la mañana siguiente, adolescentes de belleza hostil. Animales hermosos. Bombas H.

Resultó difícil acostumbrarnos a nuestros nuevos cuerpos. Resultó difícil, al principio, calcular correctamente el impacto de nuestras fuerzas. Predecir el alcance de la onda expansiva. Exploramos todos los territorios: el borde de la piscina, las fiestas en la playa, la urbanización del paseo marítimo. A todas: las amigas de tu prima, las gemelas, las inglesas que venían 15 días a los hoteles del cabo.

Éramos bellos y jóvenes. No debe diferenciarse mucho de la inmortalidad.

Tanta facilidad nos aburrió pronto. La idea fue mía. Iríamos solos, los dos. No se lo diríamos a nadie. Sería en los bares de la escollera, después de beber en la orilla. Allí dónde se decidía la noche.

Es ridículo darse cuenta de qué pocas cosas importaban entonces.

Es ridículo comprender cuánto importaban entonces.

Imagina esas noches y estarás en un duelo del salvaje oeste. En el alunizaje de las primeras naves espaciales. Pon a chicos de 15 años en sus bares nocturnos de primera línea de playa y tendrás más adrenalina que en el desembarco de Normandía. Más dolor que en un combate de boxeo. Que en todos los hospitales juntos. Es la primera gran guerra. Ninguna vuelve a lucharse igual.

Para ti, además, fue la última.

Sólo había que dedicar unos segundos. Eran fáciles de distinguir: algo alejadas del grupo pero siempre dentro de él, de alguna manera inequívoca. Con algo en las manos, nerviosas: sorbiendo una copa aguada, retorciendo una pajita, moviéndose sin gracia ante una música que no escuchaban. Lo inconfundible eran los ojos: abiertos, abiertísimos, alerta. Mirando a sus amigas, a la puerta, a sus amigas. Las más feas. Las que siempre terminaban la noche solas. Las aquejadas de un dolor inconsolable. La peor de las enfermedades, a esa edad.

¿A esa edad?

Cuando te aproximabas no se lo podían creer. Era lo más difícil: aguantar la risa al principio. Estaban tan nerviosas por saberse elegidas que la conversación resultaba casi siempre grotesca, pero daba igual. Después de todo, aquella iba a ser su historia del verano. Su historia del año, en su ciudad de origen. Bastaba un empujón suavecito o un leve roce en el brazo, para que salieran del bar. Lo hacían despacio, sujetando los segundos, para que las vieran todas. Siempre me ha parecido agotadora, esa costumbre que existe en las mujeres desde muy temprano. Es algo de lo que ellas mismas son emisario y receptor. Las chicas se visten para las chicas. Se maquillan para las chicas. Se acuestan con chicos para las chicas.

La noche que escogí a Laura tú no estabas. Os habían venido a visitar unos primos lejanos de Murcia y llevabas unos días yendo a la nueva piscina con ellos. Hacía dos noches que no salías y en esos veranos era sinónimo de olvidar, así que la tercera noche busqué yo solo. Vi a Laura por primera vez desde la puerta, y no era en absoluto fea. Sin embargo, estaba el resto: el vestido mustio y de una talla grande, el pelo trenzado con un pasador de abuela, el refresco sin alcohol. Una de ellas. Parecía contenta de estar dónde estaba. Lo miraba todo sin prisa, sin buscar. Me acerqué y fue amable, sin excesos. Hablamos cerca de dos horas, fui a la barra a traerle cosas varias veces, me pareció extraña. Poco a poco se fue interesando. Me escuchaba con una sonrisa extraviada, y acabó acompañándome a la playa sin darse cuenta. Cuando me acerqué a besarla se separó. La sujeté y le mentí bajito. Y sólo recuerdo el temblor que siguió al contacto. Jugábamos por eso, nosotros dos: por el estremecimiento que se producía en sus cuerpos. Laura tembló todo el rato. Tiritó tibiamente agarrada a mí hasta el final.

Había una última regla: levantarse y alejarse sin darse la vuelta. No podías girarte hasta doblar la esquina de los bares, cuando volver la cabeza ya no te enfrentaba al mar ni a ninguna cara de lúcido espanto. Era una norma. Y a ti no iba a hacerte trampas, ¿no?

Tardaste una semana en volver, y resultó que una gastroenteritis se había encargado de afilarte los pómulos y sacarte la pelvis. Estabas más niño y más guapo que nunca. Llegaste a la piscina acompañado de tus primos, orgulloso de nuestros dominios, de mí, seguramente. La distinguí cuando estaba muy cerca y aún no me había visto. Empezaste a presentarnos y ya fue tarde. Laura tenía la mandíbula y los puños apretados, y aunque se puso tan roja como yo no apartó la vista. Tú nos miraste y en seguida una línea de entendimiento te cruzó los ojos. Tarde. Me despedí, o a lo mejor ni siquiera, y me marché notándote en la espalda mientras me alejaba.

Luego llegaron todas las otras estaciones que no son verano, y que no cuentan igual. En primavera tuviste el accidente. Salió en el periódico, y resultó que mi madre sabía tus apellidos, y tu dirección, y otras muchas cosas que en realidad no importan nada. El cementerio estaba lleno. Me pareció que el aire olía a cloro y a sal. No distinguí ninguna cara. No recuerdo una sola palabra. Ni por un segundo dejé de notar los ojos de Laura sobre mí, abiertos.