Como te lo cuento:: December 2010

Monday, December 06, 2010

INVIERNO

El tren entraba ya en la estación. El hombre se ajustó el abrigo en un gesto automático de finales de otoño. Se metió la mano en el bolsillo por si acaso hubiera perdido el papel con la dirección, por si acaso algo todavía pudiese impedirle bajar por los pórticos en los que se oía siempre el eco de pájaros, o encontrar el antiguo hotel en Via San Vitale, y así renunciar a ella de una vez por todas. Hacía frío, no sólo en la calle, sino por dentro del abrigo y debajo del cuello.

Hacía frío y tanto tiempo ya de todo.

Ahora y hace veinte años: misma nieve en otra Italia, donde los albergues se encuentran paseando con la maleta en la mano. Recordaba la entrada, uno de esos cuartos alargados que parecen pasillos, que nunca invitan a quedarse sino que te empujan más allá, más adentro en esa sucesión de patios interiores por donde caminó guiado por la sombra doblada de una madre que hacía de anfitriona incierta, y a la que después sorprendía a su espalda cuando se creía solo, varado entre los cuartos anónimos de otros viajeros de paso. No sabe cuanto tiempo estuvo allí. Una semana o un mes, días iguales a otras ciudades para un vendedor ambulante tan desgastado como su mercancía. Lociones. Afeitadoras. Palabras hechas para existir de puerta en puerta, a la luz de las rendijas que se abren en los escasos centímetros que duran las cadenas y los cerrojos de las amas de casa asustadas. No, gracias. Vuelva luego, ahora salió mi marido. Un mes, o una semana, en ese cuarto helado.

La hija no tendría más de trece años. Uno no acertaba a imaginársela fuera de aquella recepción, nunca completamente limpia. Tan pálida en su silla de mujer grande, haciendo un trabajo de adulto, sí, señor, ésta es su llave. Desde el principio le molestaron sus ojos de ahorcada, pidiendo algo siempre en silencio, haciéndole de pronto responsable de tantas cosas que no había buscado y que ahora parecían concernirle, en esa recepción donde todo eran sus ojos.

Pagó la noche antes de partir. Arregló las cuentas y reservó el taxi que lo llevaría a la estación a tiempo de coger el primer tren. Sería pronto, justo cuando la mañana empieza a llamarse así. Se despidió. Agradeció demasiado. Exageró las comidas y la decoración. Se alejó con alivio de esa mirada de cervatillo en un claro de luz, de liebre sorprendida por unos faros asesinos. Se acostó y se durmió en seguida.

No la notó deslizándose a su lado, ya desnuda. La sintió por primera vez cuando se le apretaba, cuando le pedía con los pechos blancos y le sobrevolaba con manos urgentes. Le tocó el rostro y lloraba, pero parecía decidida a apropiarse de algo, a rescatarse como fuera de aquella hibernación forzada.

No calculó bien la fuerza del rechazo y la empujó hasta el suelo. Parpadeó para acomodarse a la oscuridad y a la intrusa, para darle tiempo a abandonar la estancia sin volverse, para que no hiciera falta decirse, ni huirse, ni acordarse. Para no tener que bajar Via San Vitale veinte años después. Pero en cambio se asomó al abismo de la cama y todo eran ojos mirándole desde la alfombra, enormes, empapados en lluvia de cafés a media tarde, en naranjos, en desayunos de sábado, en tanta promesa.

Le temblaban las piernas cuando encontró la fuerza para alzarse. La levantó en brazos y no pesaba. La resbaló en el descansillo y se alejó de ella asqueado de sí mismo, notando como se le agarraba con sus ojos mudos.

Se fue y pasaron otros países, otras lociones. Llegaron nuevas afeitadoras, nuevos hoteles gastados, las mismas vías sin fin. Durante veinte años recorrió tanto, se le alejó cuanto pudo y dio igual, porque al caer la noche ella se le metía en las sábanas y en los sueños, para mirarlo como si de verdad pudiera verlo, y él la salvaba de todo como no la salvó entonces, la única noche verdadera, en aquel otro invierno.

Y en el fondo, siempre la supo esperándole. Nunca tuvo escapatoria; él tampoco. Hoy era hora de volver y de rendirse. Había pensado las palabras. Se paró. Compró flores. No equivocó una esquina, no falló un paso. La calle, el hotel, la entrada. Adivina la silueta de una mujer inclinada en recepción. Veinte años y no hay equívoco. Quiere dejar que lo reconozca, quiere darle ese regalo, quiere pedirle perdón por no haber sabido. La mujer levanta la cabeza y sonríe amable. Él se deja recorrer en silencio por dos grandes ojos tristes. Y nada sucede; frases habituales, algo impacientes, qué desea, puedo ayudar, dígame. Él le abre las manos, la toca, ella se le escapa. Comienza a explicarle y la hace retroceder, asustada. Insiste, la agarra porque se le está entregando, por fin, cómo aquella vez, ¿te acuerdas? Ella lo mira y no hay equívoco: nunca lo he visto antes, esto es un malentendido, váyase, no me moleste. Llamaré a la policía. Y en verdad no sabe. Y cuando algún empleado le coge por los brazos y lo levanta, él ya no pesa. Y cuando lo resbala en la calle encharcada, no se resiste.

Y al oír el cerrojo corriéndose por dentro del portón donde nadie lo conoce no puede evitar pensar que hace verdaderamente demasiado frío, mucho más del que esperaba, considerando que todavía no ha llegado el invierno.