Como te lo cuento:: August 2009

Wednesday, August 26, 2009

LA PREGUNTA - Una historia verdadera-

De ella recuerdo sobre todo los domingos, cuando se arreglaba para misa y parecía que era el moño el que se había puesto una abuela debajo. Era tan ancha como el banco donde se sentaba a mirar el sol, con un pañuelo azul metido entre los pechos de sandía. A mí y al Tano nos gustaban sobre todo sus lóbulos de las orejas, enormes y rasgados por los años de cargar pendientones inútiles en aquel pueblo de Ávila donde la habían llevado a casar de moza.

Desde pequeño me sacaba a echar la siesta al patio de atrás, para darme dinero a escondidas de papá. Los últimos días que pasamos íbamos casi a diario, como si supiese que estaba por darle el “arrechucho” del que llevaba toda la vida hablando. Me escurría las monedas en la mano una a una, mientras me contaba del abuelo, que se largó hace tanto con el padre de Tano. Subieron a los montes juntos y no bajaron más. Nunca terminé de entender la historia, pero no preguntaba porque a ella se le ponían los ojos igual que en la Noche de San Juan, cuando encendemos las hogueras y el aire se llena de trocitos de fuego y carbón.

En verano nos mandaba a la tienda de Doña Angelines a por los huevos y el pan, y luego me hacía leerle las noticias de La Gaceta una a una. Las esquelas lo primero, recién desayunada, para que le sentaran mejor los bizcochos y la leche con azúcar. Lo internacional después, muy despacio y repitiendo, porque continuamente se le olvidaban los nombres de los presidentes y de los países, y había que explicarle las mismas guerras todos los días, como si fueran nuevas. Su favorita era la sección de sucesos, con mujeres degolladas por exquisitas Katanas japonesas o bebés encontrados en bolsas de basura junto a notas llenas de faltas de ortografía, que a ella se le antojaban de un romanticismo crepuscular que le hacía sonrojarse.

Sólo me arrancó el periódico el día de la boda esa que armó tanto revuelo. Por lo visto, que fuéramos el primer país en autorizar aquello no le hizo ninguna gracia. Le temblaban tanto las manos que me asusté un poco, pero en seguida se metió dentro de casa y no quiso que le leyera más.

El último día del verano fue el último día de todos, pero ni ella ni yo lo sabíamos. Papá estaba ya cargando el coche para volvernos a Madrid y Tano se había adelantado silbando. La abuela lo contempló durante un momento enorme, y luego se sacó del pañuelo azul un billete de los grandes, de los que guardaba en el bote del armario de la cocina y sólo abría en los entierros. Lo sostuvo despacito delante de mi cara, y se inclinó un poco para preguntármelo mejor: “ Y tú, Juan…. ¿no serás también un gay de esos, verdad?”.